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Hombre de armas y letras, nació en 1818 en Tacubaya, Ciudad de México. Exploró con humor, aguda visión, solemnidad y malicia la vida cotidiana del siglo xix. Se ocupó de diversos géneros: crónica, cuadro de costumbres, ensayo, crítica literaria y teatral, relato de viaje y poesía. Prolífico colaborador de gran cantidad de periódicos como El Siglo Diez y Nueve y El Monitor Republicano. Fundó La Chinaca y Don Simplicio, este último con Ignacio Ramírez. Aunque fue "polko", combatió contra la invasión estadounidense en 1847. De formación liberal, acompañó a Benito Juárez en su periplo durante la guerra contra los conservadores, y lo salvó de la muerte en Guadalajara con su inolvidable frase "Los valientes no asesinan". Su canción Los cangrejos devino casi en un himno al triunfo de la República, en 1861. Fundó Escuelas Normales para maestras en Puebla y redactó libros de texto. En 1890 fue aclamado como el poeta más popular de México. Murió en 1897 y sus restos descansan en la Rotonda de las Personas Ilustres. Su obra reunida abarca más de treinta volúmenes.
Vieyra Sánchez, Lilia
Investigadora del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, donde forma parte del Seminario Bibliografía Mexicana del Siglo XIX. Es experta en el estudio de publicaciones periódicas, en la prensa conservadora tras la caída del Imperio de Maximiliano, así como en el órgano de información del Casino Español, temas sobre los que ha publicado La Voz de México (1870-1875): la prensa católica y la reorganización conservadora (UNAM-INAH, 2008) e Inéditos del siglo xix: escritores, traductores, periodistas, editores y empresas editoriales (Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México, 2015), entre otros. La indagación en los diarios la llevó al hallazgo de dos columnas de Fidel que habían permanecido inéditas hasta ahora, editadas en Los San Lunes de Fidel y el Cuchicheo Semanario (UNAM, 2015). Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es asesora de Posgrado en la FES Acatlán de la UNAM. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.
[toc] => PRÓLOGO. VIDA COTIDIANA Y CRÓNICAS VIAJERAS DE GUILLERMO PRIETO. DELEITE, UTILIDAD
E INVITACIÓN A LA LECTURA 9
NOTA EDITORIAL 31
VIDA COTIDIANA Y CRÓNICAS VIAJERAS. La cotidianidad en la Ciudad de México (1828-1840 y 1878) 35
Viajes por Zacatecas (1844 y 1849) y por Querétaro (1853) 125
Cuernavaca decimonónica (1845) 221
Un punto veracruzano: Perote (1875) 233
Norteamérica al último terciar del siglo xix (1877) 249
CRONOLOGÍA 275
Bibliografía de la cronología 287 [free_reading] => Prólogo VIDA COTIDIANA Y CRÓNICAS VIAJERAS DE GUILLERMO PRIETO. DELEITE, UTILIDAD E INVITACIÓN A LA LECTURA Siete años antes de la muerte de Guillermo Prieto -acaecida en su querida Villa de Tacubaya-, el 11 de noviembre de 1890, Manuel Gutiérrez Nájera publicó una emotiva referencia a su obra que, para él, era: historia de buena ley, historia que, andando el tiempo, será de grande utilidad. Por ella se verá cuál era nuestro estado social, cómo vivíamos, cómo comíamos, cómo pensábamos; y esto le importa más al historiador de hoy, que las fechas y los nombres. Materiales como esos sirvieron de mucho a Taine para escribir sus Orígenes de la Francia contemporánea. Menos literarios que Mesonero Romanos, pero también menos superficiales, más intencionados y más verdaderos, esos artículos de costumbres son la pintura exacta de la vida en México. Estas palabras que Gutiérrez Nájera expresó en el periódico El Partido Liberal cobran vigencia en los linderos del siglo xxi en el que los historiadores se han acercado con gran interés al estudio de la vida cotidiana para conocer el pasado, explicar el presente y vislumbrar el futuro. Es así como la prensa decimonónica fue el escenario natural en el que vieron la luz las crónicas de Prieto, verdaderos documentos históricos, semblanzas y puntuales descripciones que permiten registrar cambios y permanencias en el acontecer de la Ciudad de México, así como en otros puntos de la República Mexicana como Cuernavaca (1845), Zacatecas (1844, 1849) y Perote (1875), espacios que Prieto describió en sus páginas viajeras, sin dejar de lado sus experiencias por Estados Unidos y lugares a los que viajó a veces por gusto, otras por "órdenes supremas", a lo largo del siglo xix. Como cronista decimonónico, Guillermo Prieto fue guía y preceptor que cruzó las fronteras del género cronístico con el amplio cuadro de costumbres, así como con la poesía que era igualmente parte de su inspiración -no hay que olvidar su refulgente Musa callejera- o con reflexiones que venían a su mente tras la contemplación de un paisaje, de una ciudad, de sus tradiciones, y que a veces constituían un recurso periodístico para llenar las cuartillas que exigían sus colaboraciones, pues Prieto, a pesar de ser ministro de Hacienda y ocupar varias carteras en los gobiernos liberales, siempre fue honesto y vivió de su labor como escritor. Este panorama le ofrece al estudioso del periodismo elementos para conocer cómo se ejercía ese oficio hace casi dos siglos. Sin duda, en las siguientes páginas se apreciará la ágil pluma de Prieto, que muestra las formas de vida de esa época al tiempo que delinea deliciosas acuarelas de la capital de la República Mexicana, inundada por lluvias y albardones olvidados, y a la que perfilaba "como construida sobre un lago"; ciudad en cuyas calles "reflejaban las aguas los edificios" y en "la noche se duplicaba en hileras luminosas la reverberación de los faroles que rielaba o se rompía en cambiantes caprichosas de luz". Viajar dentro y fuera de México le permitió al inquieto Prieto conocerlo, quererlo, pero también, acorde con su espíritu crítico, señalar la problemática que aquejaba al país y buscar soluciones. No era tarea fácil andar por los senderos de una república inmersa en los vaivenes de guerras civiles y levantamientos, de constantes riesgos y bandoleros; Guillermo lo muestra en sus páginas al aventurarse a conocer la provincia mexicana con gran esfuerzo -por los peligros que implicaba-, pues había que ir con la convicción de que, dadas las condiciones de inseguridad que privaban, quizá se podía sucumbir en el trayecto o, por lo menos, recibir tremendo susto. De esta manera se explica el hecho de que se pensara que antes del periplo había que dejar todo dispuesto para cualquier eventualidad fatal, o bien encomendar su integridad a los santos, como se aprecia en el siguiente párrafo, que no carece de esa fina ironía que colmaba los textos de Prieto: -Hola, chico, ¿para dónde bueno? -Para Cuernavaca. -¡Uf!... Llevarás un San Jorge en cada bolsillo y habrás ya hecho testamento. ¡Pobre joven! Exponerse a morir víctima de las sabandijas venenosas!... -¡Qué quiere usted, es la suerte del país! -¿Llevas mosquitero?... Vas a venir asado. -¡Hombre de Dios, pues para todo creía buena la carne, pero no para rosbif! Aquello es un facsímil del infierno. Cuernavaca es la antesala del purgatorio. Prieto registró en prolíficas líneas, que hoy suman más de treinta y dos volúmenes de sus Obras completas recopiladas por Boris Rosen Jélomer, las peripecias, incomodidad y otras inclemencias del trayecto en los senderos de México, hechas tanto a pie, a caballo o en diligencia corno en las vías del ferrocarril. En ellas abundó en datos, anécdotas y sucesos sobre la actitud de los pasajeros, el modo en el que ingresaban al vehículo y las transformaciones que sufrían a lo largo del itinerario pleno de "dolosas" situaciones: Las personas más circunspectas se derribaban en la espalda del viajero contiguo; otros, con afecto intempestivo, se colocaban en su seno. Y las damas, aquellas señoritas tan airosas, bien tocadas y compuestas, con los velos desquiciados, las castañas ladeadas, los gorros caídos a la espalda, y en desoladoras actitudes, gorjeaban ronquidos de desmorecer y de aniquilar las más obstinadas ilusiones. Este relato es tan actual que no parece que fuera escrito en 1875. En ese entonces, época de liberales y caudillos, Prieto era reconocido corno un gran viajero que hacía itinerarios solo o con algún amigo, pariente o conocido -le gustaba caminar y transitar por senderos y caminos reales-, aunque lo más común era la soledad que lo acompañaba y que le permitía escribir crónicas desde los diversos lugares por los que transitaba y que gustaba de relatarlas a sus camaradas a través de cartas. Uno de sus principales destinatarios -amigo de la ronda de las generaciones de liberales- era don Ignacio Ramírez, mejor conocido como El Nigromanteo, en las epístolas que le dirige se trasluce un Guillermo Prieto confidente de los pesares y alegrías vividos en las coordenadas a que sus periplos lo llevaban. Es significativo leer la carta escrita desde Perote donde se advierte la desilusión por la pobreza de la zona. Su trayecto por el estado de Veracruz le permitió apreciar que ahí había sitios de escasa belleza, cuyas imperfecciones fijó a través de metáforas. Sirva como ejemplo la siguiente alegoría que conjuga su interés por la comida: Perote no es una población, como no es una mazorca el elote, como no es una fruta su cáscara, ni una tortuga la concha de la tortuga; es una granada a la que ha quedado uno que otro grano; es un armazón de pollo que conserva una que otra fibra de carne; es una viuda olvidada en el presupuesto; es una casaca militar expuesta en una casa de empeño sin encontrar marchante; es una caja de reloj descompuesto y con las piezas truncas, que ni señala las horas, ni se atreve uno a considerar como basura, ni tiene objeto, ni sirve para nada; es una peluca que conserva algunos rizos pretensiosos y que se ha dejado por descuido sobre un poyo en que va a sentarse la gente. Pero no sólo son las costas y linderos del mar las que Prieto describe; sus crónicas dejan constancia de que, en el siglo xix, la región del Bajío sólo vivía de la fama que heredó durante el periodo virreinal, como una región de bonanza minera. En la primera mitad de aquella centuria, los estados que conformaban esa zona se hallaban en decadencia a consecuencia de años de guerra y desolación. El antiguo granero de Nueva España era reflejo de la precariedad en los tiempos de Guillermo Prieto. Más hacia el norte, en Zacatecas -camino de la plata-, con esa curiosidad que lo llevó a explorar ámbitos y peculiaridades, encontró que las plantas eran enfermizas, pero los zacatecanos disfrutaban de la buena calidad de la carne y del consumo de chile verde; observaciones que nos recuerdan la debilidad gastronómica de Prieto, que refleja profusamente en sus textos, ricos de platillos y recetas culinarias. Pero veamos sus otros gustos y placeres visuales. Su interés por las mujeres lo lleva a hacer un registro de cómo vestían las zacatecanas, el ritmo que guiaba sus bailes y sus rasgos de belleza. Verdaderas estampas fotográficas que capta Prieto, en las que se exhiben paisajes y vestidos zacatecanos. Retrató cómo amueblaban sus domicilios -casas de sillería regular y rosada- las personas con alto poder adquisitivo. No dejó de lado que Zacatecas se surtía del comercio tamaulipeco alimentado por europeos y estadounidenses: el interés hacia la economía es otro rasgo característico de sus relatos viajeros. Pero el viaje a la provincia no sólo era gusto y deleite, sino aprendizaje sociológico y gastronómico, así como arquitectónico, con su atenta visita a iglesias, verdaderas pinacotecas de arte sacro en las que Prieto, aunque no muy dado al barroco por su espíritu romántico, realista y costumbrista, reconocía lo exquisito: Los templos, como sucede en toda la República, son los museos en que se guarda aún, en las imágenes de los bienaventurados, en las fojas inmortales del cristianismo, la historia de las bellas artes mexicanas, como en esta identificación sagaz hubiera pretendido el ingenio de los artistas, buscar un padrinazgo para obtener de alguna manera la admiración pública, o librar sus obras del desprecio de la barbarie. No obstante su querencia hacia la provincia, la capital de la República Mexicana es una presencia constante en la obra de Prieto; pese a encontrarse fuera de ella, la evocaba en los lugares del interior del país, la reconocía en cada paisaje y la comparaba con otros estados. Así, por ejemplo, cuando sube al cerro de la Bufa, en Zacatecas, lo encuentra similar a las montañas del Ajusco. Pero, cual citadino actual, acostumbrado al ritmo acelerado que imprime vivir en la Ciudad de México, el autor lamentaba el ambiente de tranquilidad que privaba fuera de su terruño y en donde, después de las ocho de la noche, "no hay teatro, las tiendas se han cerrado, las familias en lo interior de las casas se entregan al fastidio, a las visitas o a los solaces privados, y la monotonía de la soledad apenas se interrumpe en el centro por el pequeño portal que va a la barda incivil". Es necesario regresar a las descripciones culinarias que abundan en la crónica de Prieto; en ellas asume con deleite algunos platillos que hoy en día todavía constituyen parte de la dieta nacional. Guillermo despliega su gran capacidad para ilustrar los guisados, cual artículo de revista actual en la que, al lado del anuncio de las especialidades de un restaurante, se ofrece la foto del plato; pero en aquella centuria, Prieto hacía con palabras el retrato y provocaba el antojo de los comensales. Sus descripciones aumentaban el apetito y la búsqueda de esas delicias. Este último aspecto permite ver la función del escritor decimonónico, que cubría con sus letras la falta de imágenes, y con especial cuidado y minuciosa pintura las presentaba a los lectores para que ellos las recrearan. Se puede citar una breve alusión que evoca el gusto prehispánico combinado con el occidental: "guau-sonde, que envuelve en su profusa túnica de huevo batido, su camiseta de queso". El cronista distingue ingredientes y guisos que continúan en los paladares nacionales, como las quesadillas de huitlacoche y la carne de puerco con verdolagas, el mole verde, los frijoles puercos, las picadas de queso, las calabacitas con aceite y vinagre, entre otros. Guillermo asume con buen talante la evocación de lo que, al visitar nuestro país, la marquesa Calderón de la Barca señalaba también en sus memorias como un deleite nacional: el chocolate. Pero en esto hay una muestra de las diferencias económicas, pues Prieto señala que la dieta de un niño que había nacido en el seno de una familia con buen nivel pecunario consistía en chocolate con leche o a base de agua, o bien, atole champurrado; mientras que los niños de escasos recursos bebían pulque. Hace casi doscientos años, como hoy, "la baratura del maíz, que es el primer alimento del pobre", marcaba una alimentación distinta por niveles económicos. Guillermo puntualiza los horarios de comidas y las cantidades que se consumían en cada momento del día, lo que deja ver una dieta abundante, cuyas calorías eran quemadas al ritmo de largas caminatas. En la elaboración de los alimentos, los enseres de cocina que Prieto describe abundantemente, se observa la convivencia y el sincretismo cultural de lo mexicano y lo extranjero, en el consumo de productos nacionales e internacionales. Así las lozas de Sajonia y de China hacían vecindad con los trastecitos de Tzintzuntzan. Como mencioné anteriormente, la Ciudad de México es uno de los escenarios predilectos de los relatos de Prieto; en sus Memorias de mis tiempos la retrata vívidamente desde la década de 1820. La temporada de lluvias transformaba el paisaje y representaba una calamidad para los transeúntes e incluso generaba oficios temporales para las personas de escasos recursos, como servir de tameme para llevar cargando a las personas de un lugar a otro. Aunque las lluvias perjudicaban la vida de los citadinos por las enfermedades que generaban y los estragos que provocaban en las viviendas, también significaban el mejor pretexto para ocultar demoras: los novios podían quedarse más tiempo en la casa de sus amadas mientras disminuía el aguacero y los esposos las empleaban como una excusa para disimular sus tardanzas. Prieto describió los tipos populares. Como ha estudiado ampliamente el investigador Vicente Quirarte en su libro Elogio de la calle, destacaban entre esos tipos los vendedores ambulantes que ofrecen el rostro de la cotidianidad con las mil voces de los pregoneros de "aquel México cantante", como lo nombra Prieto, que despertaba a sus hijos con un: "Carbón siooo", agudísimo, el ronco acento de los que venden las manitas, los moscos para los pájaros, el de los vaqueros con sus jarros de espumosa leche. Entre once y doce del día despiertan el apetito los gritos de los que ofrecen las cabezas, los pasteles, las empanadas, los bollitos de a ocho, estos restaurantes ambulantes, estas fondas transeúntes, se tropiezan con las vendedoras de fruta que van a la ligera, con el terracalentano que pasea en la cabeza su cecina apetitosa, con el que grita "requesón y melado bueno"... ¿Y en la tarde? ¡Oh!, en la tarde se sacan a pregón las hojarascas, la cuajada, los petates, las tinajas y mil efectos... Por las noches dúos de neveros, dúos de turroneros, arias de atoleras, coro de tortilleras, romanas de vendedoras de fiambres y de patos, plegarias de billeteros que se retiran soñolientos a sus casas, y al fin, en el silencio, el silbato de vigilancia de algunos establecimientos públicos, ¡y los cuartos de hora que como con un resorte producen el desentonado alerta del centinela! 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