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(Cuba, 1963) se licenció en Letras por la Universidad de La Habana y realizó la maestría y el doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Obtuvo una beca de investigación del Latin American Studies Center de la Universidad de Maryland, ocupó la Cátedra Miguel de Unamuno de la Universidad de Salamanca y ha sido profesor invitado en universidades de México, Chile, Francia, Italia y los Estados Unidos. Dirige el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas y es codirector de la revista que lleva el nombre de esa institución. Es autor, entre otros, de los libros Reescrituras de la memoria; novela femenina y revolución en México (1994), El escritor y la tradición; en torno a la poética de Ricardo Piglia (2005), ¿Para qué sirven los jarrones del Palacio de Invierno? (2006), Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo XXI (2006), El 71, anatomía de una crisis (2013) y Elogio de la incertidumbre (2013). Es Miembro de Número de la Academia Cubana de la Lengua.
[toc] => Antecedentes 7
Salvar el fuego 9
Bibliografía citada 165
Índice analítico 175 [free_reading] => Este libro tiene un primer antecedente en el capítulo de un volumen que publiqué en 2006 con el título de Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi. El tema me siguió dando vueltas y -a veces por entusiasmo propio, otras por solicitudes varias o por exigencias del trabajo cotidiano- a menudo regresaba a él. Pero fue un curso de verano que ofrecí en la Casa de las Américas en el año 2012 el que me obligó a poner en orden lo acopiado hasta el momento y algunas ideas dispersas. Desde entonces he impartido otros cursos y conferencias por aquí y por allá que me permitieron repensar muchas cuestiones y, sobre todo, nutrirme del intercambio con estudiantes y colegas. He incorporado (en ocasiones textualmente) e intentado otorgar coherencia a parte de los materiales acumulados e incluso publicados a lo largo de estos años. Aunque no pueda desprenderme de las lecturas de los nuevos narradores confío en que este acercamiento me permitirá abandonar el tema -inconcluso por definición- como objeto de estudio. Debo agradecer una vez más a la Casa de las Américas el apoyo y las facilidades que me brindó en todo este periodo, así como el hecho de haber acogido en su catálogo editorial una primera edición de estas páginas. Una beca de creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México, conjuntamente con el Centro Cultural de España en México, me permitió disponer de tiempo para ordenar el material disperso y consultar libros y artículos hasta entonces inaccesibles. En esa ocasión el intercambio con Sandra Lorenzano fue tan productivo como grato. Deseo reconocer también la confianza de la Dirección de Literatura de la UNAM, así como su generosidad al reeditar este volumen. Decenas de amigos y colegas me han enviado textos imprescindibles, me han regalado su tiempo y sus comentarios. Han sido tantos a lo largo de los años que no sabría enumerarlos sin ser injusto con las inevitables omisiones. Una mínima forma de agradecerles es reconociendo que, en ese sentido, éste es un libro colectivo. Es conocida la anécdota atribuida a Jean Cocteau según la cual, cuando le preguntaron qué sería lo primero que trataría de salvar si un incendio estuviera destruyendo su casa, respondió: "el fuego". Hablar de la nueva narrativa latinoamericana implica, de algún modo, responderse lo mismo. En ese panorama en que abundan autores y tendencias, en que muy pocas certidumbres cohabitan con un rampante desconcierto, en que las identidades (pos)nacionales de los escritores son puestas en entredicho, en que parece erigirse, como un impulso creativo-destructivo, la voluntad de arrasar con buena parte del pasado, sólo una cosa parece estar clara: hay que salvar el fuego. En principio resultaría fácil ponernos de acuerdo sobre algunos lugares comunes: que la nueva literatura latinoamericana se caracteriza por la dispersión y que no hay tendencias claramente dominantes; que el concepto mismo de Latinoamérica -y, por extensión, de una literatura que le fuera propia- es puesto en tela de juicio, y que incluso la idea de literaturas nacionales ya no resulta convincente; que el de la violencia es, sigue siendo, uno de los temas más reiterados a lo largo y ancho del continente; que los autores, como tales, difícilmente traspasan las fronteras que los separan del país vecino, a no ser que primero pasen por los mecanismos consagratorios de los premios y las editoriales españolas; que a los padres (o abuelos) del Boom se les respeta, pero que ya nadie está dispuesto a seguirlos; que la palabra compromiso y lo que ella implicaba recibió merecida sepultura hace ya muchos años; que los nuevos han renunciado a la novela total y optan por historias fragmentadas en que la anécdota suele diluirse; que con frecuencia sus historias se fugan a espacios exóticos y cosmopolitas... Podríamos seguir así, repitiendo clichés sobre los que es muy fácil coincidir; tanto, que no nos queda más remedio que desconfiar de ellos. Sin dejar de responder a una parte de la realidad, cada uno puede ser impugnado con ejemplos categóricos. Lo cierto es que probablemente desde los estertores del Boom, la narrativa latinoamericana no había vuelto a recibir tal atención, ni tantos autores habían emergido de forma más o menos simultánea para dar tan contundente sensación de movimiento. Conviene, entonces, que nos pongamos de acuerdo en algunos puntos básicos antes de intentar adentramos en ese corpus a que alude, tramposamente, el tema de este volumen. Y la trampa inicial radica en que, pasando por alto subtítulo tan abarcador como vago, me centraré apenas en ciertas preocupaciones y en algunos autores. Es obvio que sólo se puede hablar de la nueva narrativa metonímicamente, tomando la parte por el todo, pues resulta imposible conocer la totalidad de lo que se ha venido publicando por parte de los escritores latinoamericanos en los últimos veinticinco años. En su libro sobre la narrativa argentina de la postdictadura, por sólo citar un caso, Elsa Drucaroff menciona la publicación en su país, entre 1990 y 2007, de unos quinientos títulos de más de doscientos autores nacidos a partir de 1960. No se trata, por tanto, de proponer un inventario exhaustivo ni de intentar cubrir, siquiera, a los más notables, si es que ello fuera posible de discernir en medio de la avalancha en la que estamos inmersos. Tampoco me interesa, aunque a veces se haga inevitable, seleccionar tres o cuatro nombres representativos de algunos países y sacar conclusiones generales a partir de ellos. Los utilizo, más bien, como vías de entrada a determinadas inquietudes, sin pretender establecer un criterio de calidad. Hay una suerte de consenso -al que no he tenido reparos en sumarme- en reconocer como integrantes del corpus englobado bajo la denominación "nuevos narradores latinoamericanos", a escritores nacidos a partir de 1960 y cuya producción literaria se iniciaría a finales de los años ochenta, pero se haría nutrida y visible en la década siguiente. O sea, la elección de las fechas forma parte de ese consenso que suele pasar por alto -y tal ocultamiento es en sí mismo elocuente- dos referentes históricos concretos. Elegir como puntos de referencia a 1960 y 1990 significa pasar por alto los años que les antecedieron, con toda la carga real y simbólica que ellos suponen: la Revolución cubana y la caída del Muro de Berlín. Si la primera fue una sacudida que cambió el rumbo de la historia del continente y supuso, para éste, una nueva forma de entenderse a sí mismo (en lo que tuvo un papel significativo, como es natural, el ámbito de la cultura y particularmente de la literatura), la segunda resultó ser el final de una época. De una forma u otra, la manera en que había avanzado la historia latinoamericana a lo largo de treinta años (el sueño revolucionario, las guerrillas, la larga noche de las dictaduras, la recuperación democrática, por mencionar sólo algunos de sus aspectos más reconocibles), se transformó radicalmente por efecto de un derrumbe producido a miles de kilómetros de distancia. Ante tantas perplejidades, no es raro que los jóvenes que entonces se iniciaban en la literatura trataran de entender y de narrar el mundo a partir de preguntas que cada vez parecían más ajenas a las que habían motivado a sus padres, y a percibir el universo desde una perspectiva totalmente distinta a la de ellos. Por eso no es raro que al hablar de esa nueva narrativa -la que a estas alturas, por cierto, forman ya dos generaciones- se pase por alto la obra (muchas veces excelente) que hoy mismo están produciendo sus predecesores inmediatos, aunque algunas de sus novelas calificarían entre las más notables y "novedosas" de sus respectivos países, y aunque sepamos perfectamente que la edad, en literatura, tiene poco que ver con el año de nacimiento de quienes la escriben. Una limitación recurrente es la de excluir a los autores brasileños -por no hablar de esos latinoamericanos singulares que son los escritores haitianos. El reparo lingüístico que sirve de excusa para excluir a unos y otros es sólo una verdad a medias, porque a nadie le provoca conflicto alguno incluir en la nómina a los autores latinos residentes en los Estados Unidos cuya lengua literaria es el inglés. Hablar, por cierto, de literatura latinoamericana, me delata y pone en evidencia, sin necesidad de añadir más, desde dónde escribo. En un entorno en el que es frecuente escuchar que la literatura latinoamericana no existe (tema sobre el que volveré), asumirla no sólo como realmente existente -y considerar que eso es pertinente para poder entenderla- implica una toma de posición. Pero si bien, como ya he dicho, los nuevos narradores insisten en distanciarse de los compromisos adquiridos por sus predecesores, e identifican lo latinoamericano con características que hubieran sorprendido a sus padres, lo cierto es que no renuncian a su pertenencia a una comunidad que tiene en la América Latina su centro de referencia. Es decir, intentan llenar de un nuevo contenido y dotar de un nuevo sentido lo latinoamericano, pero sin rechazar su existencia y su propia vinculación como escritores a dicha comunidad. Las antologías continentales que han proliferado en el último cuarto de siglo, por ejemplo, aun cuando insistan en establecer distinciones y en levantar sospechas sobre la condición latinoamericana son, en sí mismas, un reconocimiento de su existencia. Cuando nos detenemos a observar cómo ha sido el proceso de aparición y consagración del grupo, nos damos cuenta de la importancia y persistencia de esa red y de las distintas formas en que se ha ido tejiendo. Lo cierto es que los más antologados y premiados de ellos han tenido el privilegio de hacerse visibles como un conjunto empeñado en una tarea común. A veces, de hecho, las posturas más radicales no son sino formas que utilizan los nuevos para irrumpir y posicionar-se dentro del ámbito literario, fundar una mitología que los acompañe y suscitar lecturas en torno a esas posiciones y a sus propias obras. He ahí, pues, una paradoja que envuelve a muchos de nuestros autores: desconfían de la condición latinoamericana y de la pertenencia a una literatura más o menos común, pero lamentan la escasa circulación y distribución de sus obras en el continente, así como el hecho de padecer el aplastante hegemonismo editorial español; afirman su condición de ciudadanos, a lo sumo, de sus respectivos países, pero -los más exitosos de ellos- han tenido el privilegio de ser leídos una y otra vez como parte de un frente continental. En las últimas décadas se ha producido no sólo una irrupción masiva de nuevos autores, sino también una favorable acogida de ellos, un espacio propicio de reconocimiento. Tal irrupción parece estimulada por un fenómeno, más que estético, etario; se pregona la edad como si de una cualidad literaria se tratara; la juventud parece convertirse en un valor en sí mismo. Como es natural, hay una simplificación y hasta un interés comercial en este tipo de clasificaciones: se vende a los jóvenes como sinónimo de "novedad". Distribuir méritos literarios en virtud de la edad es una forma de intentar diluir el interés por las generaciones precedentes, es decir, administrar la memoria de los lectores y crear en ellos la necesidad o la curiosidad por sus descendientes. Hay también, desde luego, una explicación histórica para esta renovación: el ya mencionado hecho de que nacieron literariamente cuando el mundo parecía haber llegado a lo que aquel apresurado analista denominó el "fin de la historia". Era natural, por tanto, que esa generación modificara el tema de los debates y preocupaciones que habían alentado a sus padres literarios. Pero, ya lo sabemos, ninguna literatura surge del vacío, y aunque con frecuencia se esfuerce por marcar distancia de sus predecesores, no puede evitar dialogar y polemizar con ellos, así sea para establecer distancias estéticas e ideológicas. Al mismo tiempo, resulta en cierta medida un contrasentido -que no tengo otra alternativa que asumir- el hecho de estudiar las propuestas de los nuevos escritores centrándome fundamentalmente en algunas novelas y pasando por alto otros géneros y medios como la crónica -que, según arriesga Darío Jaramillo Agudelo, "es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica" (Jaramillo Agudelo)- y la novela gráfica (de la que existen algunos ejemplos sobresalientes), y prescindiendo también de la creación en el ciberespacio. De haberme movido en estos terrenos habría resultado, sin duda, un libro más atractivo que este, pero me parece productiva la paradoja de que el género "burgués" por definición, cuyo deceso fuera anunciado hace décadas, continúe cautivando y sirviendo como medio de expresión a los más desafiantes creadores, dispuestos a matarlo todo (a sus padres y sus nacionalidades, para empezar) salvo a la novela misma. Eludo también, de paso, cierta literatura de género -pienso fundamentalmente en la ciencia ficción- cuya lectura podría ser productiva y reveladora pero hubiera desbordado las modestas pretensiones de este acercamiento. Advierto que no ofrezco aquí un listado de los autores "más relevantes" y ni siquiera de los temas más recurrentes. Cuando me detengo en algunos de estos, como la violencia o cierto tratamiento de la historia, por ejemplo, lo hago con el propósito de ver cómo los nuevos se valen de ellos para expresar sus obsesiones; es decir, cómo entienden (y proponen) el mundo a través de tales temas. Este esquemático recuento de nuestra reciente historia literaria es ilustrativo del modo en que la literatura puede asumir los retos que cada época le plantea. Pero no nos precipitemos, porque no es menos cierto que los autores de hoy parecen dar fe -tal vez nunca dejaron de hacerlo- del drama de nuestro tiempo. Se valen de él para formular interrogantes incómodas, para dejar claro el lugar desde el que hablan, para desmarcarse de sus padres y también, naturalmente, para canalizar su rabia. Me gusta la idea, al mismo tiempo, de la caducidad de esta propuesta. Es un riesgo inevitable al hablar de quienes escriben hoy y aun tienen la mayor parte de su obra por delante. Me gusta que este libro envejezca junto con ellos, la posibilidad de hojearlo dentro de un tiempo y verle las arrugas. Debería circular, de hecho, con la siguiente advertencia: "consumir preferentemente antes de...". Si queda algo de él, que sea el testimonio de una lectura posible en la segunda década del siglo xxi. Dice Daniel Link que si bien la crítica postula y defiende ideas, en su libro La chancha con cadenas los lectores encontrarán, "con gran generosidad, a lo sumo dos ideas. Hubiera sido preferible un libro de una sola idea, pero esos son los más difíciles de hacer" (Link: 10). Me temo que tenga razón, por lo que adelanto que me gustaría detenerme en algunos textos y contextos para ver cómo la literatura y el campo literario han ido dando respuestas (parciales, contradictorias), a las preguntas que se han formulado, explícitamente o no, los nuevos narradores. Suelo citar una afirmación de Marx evocada por Steiner, según la cual la humanidad no hace preguntas fundamentales hasta que existe la posibilidad objetiva de una respuesta. Pero el mismo Steiner completa el razonamiento con lo que llama una forma más perturbadora de plantearlo: "la humanidad puede hacer ciertas preguntas sólo con el fin de obtener una respuesta negativa, predictiva". ¿Cuáles son, en este caso, esas preguntas? ¿Qué respuestas esperan o provocan? ¿Qué es lo que hay que salvar cuando un incendio está destruyendo tu casa? 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