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Profesor asociado en el Departamento de Historia de la Universidad de Texas en Austin. Doctorado en Filosofía, Universidad de Brístol. Especialidades: México posrevolucionario, religión local, rebelión cristera, Iglesia y Estado, catolicismo latinoamericano, historia agraria, la corrida latinoamericana. Director del proyecto "Conservación de los recuerdos indígenas de la privatización de la tierra en México: Libros de Hijuelas de Michoacán, 1719-1929" en la Biblioteca Británica.
[toc] => AGRADECIMIENTOS II
INTRODUCCIÓN 13
El autor y su entorno 15
Descripción temática 18
Ficha técnica 23
Conclusión 26
CECILIO E. VALTIERRA
"MIS MEMORIAS Y ACTUACIÓN EN PRO DEL
MOVIMIENTO LIBERTADOR EN JALPA DE CÁNOVAS, Gro." 29
Capítulo I 29
Capítulo II 31
Capítulo III 34
Capítulo IV 37
Capítulo V 41
Capítulo VI 45
Capítulo VII 48
Capítulo VIII 51
EXTRA de mis memorias de mi actuación en el movimiento cristero en Jalpa de Cánovas, Gto. 55
Capítulo IX 56
Capítulo X 59
Capítulo XI 63
Capítulo XII 66
Capítulo XIII 69
Capítulo XIV 72
Capítulo XV 75
Capítulo XVI Complemento a mis Memorias del movimiento cristero en Jalpa de Cánovas, Gto. 78
Capítulo XVII Complemento a mis Memorias del movimiento cristero en Jalpa de Cánovas, Gto 82
CORRESPONDENCIA DE CECILIO E. VALTIERRA A AURELIO ACEVEDO ROBLES (1955-1957) 87
[Carta 1] 87
[Carta 2] 87
[Carta 3] 88
[Carta 4] 89
[Carta 5] 89
[Carta 6] 91
[Carta 7] 91
[Carta 8] 92
[Carta 9] 93
REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA 95
Documentos de archivo 95
Fuentes publicadas 95
Fuentes electrónicas 97 [free_reading] => A juzgar por la cantidad de memorias de sus protagonistas que se siguen rescatando y editando, la rebelión cristera aún ejerce una fascinación tanto popular como académica en México.' Sin embargo, resulta extraño que, en el caso de un levantamiento en el que se afirma que el factor religioso fue preponderante, aprendamos tan poco de la religiosidad cristera propiamente dicha en el género testimonial. Curiosamente, son pocos los testimonialistas que se preocupan de narrar las prácticas religiosas de la época con mucho detalle y son menos los ex combatientes que han dejado en papel un eco de sus experiencias religiosas, afectivas y hasta proféticas. No es, enfatizo, que la religión haya ocupado realmente un lugar secundario en el imaginario cristero, sino que queda implícita, sentida, pero no dicha, en la mayoría de los testimonios. Se trata, en fin, de una literatura popular menos confesional e interior que épica, como pronto se percatará, por ejemplo, el lector que hojee las miles de páginas de David, la revista para veteranos que editó Aurelio Acevedo, cristero zacatecano, entre 1952 y 1968. No debe sorprendernos este sesgo homérico: para un campesino cristero, que venía de un mundo en donde todos (o casi todos) eran católicos, pero en el que no todos se asumían como una especie de cruzados en una guerra santa, lo más extraordinario de la época, tal vez de su vida, fueron sus hazañas en el campo de batalla, las cuales lo llevaron lejos del hogar y lo pusieron frente a la bestia que podía ser vista como los agraristas o el gobierno federal. Lógicamente, son estas peripecias militares -las escaramuzas sucedidas en tal o cual lugar o fecha, muchas veces descritas con una precisión toponímica impresionante- las que llenan sus memorias; también los nombres de sus compañeros caídos, que muchas veces son honrados con frases lapidarias al fin de las mismas memorias. En fin, es la dignificación militar de la creencia, no tanto la creencia en sí, la que interesa. Por otra parte, es posible que influya cierta mística católica, muy propia de la época pero duradera en quienes la absorbieron, y que reservaba los laureles espirituales a los grandes estoicos del catolicismo mexicano, que ya son muy conocidos, y algunos de ellos canonizados: el padre Pro, el Maestro, León Toral... Frente a estos grandes mártires ejemplares, ¿qué importaba la cotidianidad religiosa del campesino medio que no fue llamado a derramar la última gota de su sangre para Cristo? Por suerte, Cecilio E. Valtierra, cristero pacífico -es decir, adepto a la causa cristera pero sin ser combatiente, de la hacienda (ahora pueblo) de Jalpa de Cánovas, Guanajuato, no pensaba así, y de allí el gran valor de su testimonio, Mis memorias y actuación en pro del movimiento libertador en Jalpa de Cánovas, Guanajuato, obra que cubre los años 1920-1932. No obstante, hay que precisar que este valor no reside en el mero hecho de pintar una serie de actos religiosos, sino en que capta y matiza como ninguna otra memoria el dinamismo religioso del periodo en cuestión. En este sentido, vale la pena enfatizar que la rebelión cristera, más allá de una mera defensa de la religión católica, conllevó y hasta requirió cierta transformación religiosa. Bajo las circunstancias tan duras de la persecución, la Iglesia, como institución jerárquica pero ya sin obispos ni pastores in situ, debido a su expulsión, se vio obligada a repuntarse y a replantearse radicalmente. No sólo se trató de trasladar el culto a espacios clandestinos, sino de imaginar una liturgia más inclusiva, abierta a la participación activa de los fieles, de teologizar lo que Luis María Martínez (a la sazón obispo auxiliar de Morelia) llamaba un sacerdocio místico de los fieles, no simplemente un apostolado laico, tal y como se hacía en la Acción Católica, y hasta de diseminar una serie de manuales litúrgicos que contenían las fórmulas necesarias para que los laicos celebraran por cuenta propia los sacramentos del bautizo, el matrimonio y la extrema unción, por no mencionar las llamadas misas blancas (las misas sin consagración) que leían diariamente en los templos. Los laicos -es decir, los ahora fieles sacerdotes- también podían administrar (aunque nunca consagrar) el pan eucarístico, con la aprobación de Roma. En un contexto bélico y apremiante, en fin, la Iglesia no tuvo otra opción que experimentar con el sacerdocio común. Esta historia, tan generalizada en aquella época, es hoy poca conocida, porque con los arreglos de 1929, que pusieron fin a la rebelión cristera, el experimento se acabó y porque a la postre la Iglesia ha querido organizar la memoria de la rebelión cristera de otra forma, privilegiando sobre todo la experiencia eclesiástica del martirio, y en segundo lugar, el martirio laico. Pero la cuestión es que, durante la rebelión, los católicos mexicanos tenían en sus manos unas facultades litúrgicas y sacramentales que no volverían a detentar si acaso hasta después del Concilio Vaticano Segundo (1962-1965). Como veremos en seguida, Cecilio Valtierra fue de los muchos católicos que desempeñó esta novedosa función sacerdotal, en 1927, aunque no se describió ni se reconocería como sacerdote, y fue de los muy pocos que dejó constancia al respecto. Por eso, su memoria es imprescindible para la comprensión histórica de la rebelión cristera en su dimensión religiosa, ya que en cada parroquia había un Cecilio Valtierra.' No obstante su especifidad guanajuatense, la memoria encierra una verdad histórica mucho más amplia: la descentralización in extremis de los poderes sagrados de la Iglesia. EL AUTOR Y SU ENTORNO Cecilio Valtierra habría nacido alrededor de 1898, pensando que tenía 29 arios de edad en 1927, tal y como nos dice en el capítulo V, y al parecer vivió la mayor parte de su vida en Jalpa de Cánovas, Guanajuato, pueblo agrícola pegado al oriente de los Altos de Jalisco y ubicado a unos 4o kilómetros al suroeste de la ciudad de León. Hoy en día es considerado pueblo mágico por los gobiernos estatal y federal, debido al turismo religioso que atrae su impresionante templo neogótico, edificio cuya construcción Cecilio relata al inicio de sus Memorias.' En aquel entonces, sin embargo, Jalpa era una hacienda, triguera y ganadera, explotada directamente y en aparcería, propiedad de la poderosa familia Braniff. Fundada en el siglo XVI, la hacienda había alcanzado una máxima extensión de unas 70000 hectáreas.9 No obstante su tamaño, el agrarismo revolucionario le era desconocido, gracias al poder alcanzado por el catolicismo social y por la institución de la hacienda misma: según Brading, Jalpa se dividió hasta finales de los treinta, pero implantándose un agrarismo blanco, de corte católico, en que se crearon 500 parcelas y ranchos, y ningún lote ejidal. Como veremos, había otra división de mayor trascendencia: si en lo civil Jalpa pertenecía (y aún pertenece) al municipio guanajuatense de Purísima del Rincón, en lo eclesiástico la vicaría (hoy parroquia) de Nuestro Señor de la Misericordia pertenecía al arzobispado de Guadalajara (y hoy a la diócesis de San Juan de los Lagos, sustraída de aquélla en 1972). Por eso Jalpa estaba sujeta a la acción pastoral que trazaba desde Guadalajara el arzobispo intransigente, Francisco Orozco y Jiménez, no a la postura mística y conciliadora que prefería el estudioso y piadoso obispo de León, Emeterio Valverde y Téllez." Por lo mismo, tenía párrocos tan enérgicos en cuestiones agrarias y bélicos en política como Pedro González, mentor de Cecilio Valtierra; en el terreno cívico estaba más presente la activa Unión Popular (up) de Jalisco que la capitalina y muchas veces ineficaz Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR). Por otro lado, a raíz de una consulta personal con el cronista del pueblo, Luis Cabrera, Mariana Gomez Villanueva pudo averiguar que Cecilio en realidad se llamaba Valtierra Espinosa, es decir que, por alguna razón, invertía sus apellidos al escribir. Excepción hecha del mes que pasó, a regañadientes, como agente de correos en Jalpa, no dice qué oficio ejercía; pero es obvio que era campesino, culturalmente, y pobre, ya que sus posesiones se reducían a unos cuantos libritos y los "tres cajones desvencijados" que tenía por muebles. A pesar de esto, no pasaba hambre y probablemente no era peón, ya que tenía una relación de iguales con algunas personas que laboraban en el despacho de la hacienda, a quienes empleaba como espías, considerando que los callistas usaban la línea telefónica que tenía la oficina para comunicarse con sus superiores. Según la historia oficial de Jalpa, Cecilio era hijo de talabartero y desde niño tenía que ayudar a sus padres en la manufactura de sillas de montar y demás apeos, por lo que nunca acabó la escuela." De ser así, era artesano, y tenía alguna educación. Ciertamente, aprendió sus letras -como propagandista aprendió a usar una máquina de escribir y leía periódicos- aunque redactaba en un español con fuertes tintes rurales. Verifica sus anécdotas refiriéndose a los ciclos agrícolas o planetas en turno, y se acuerda, por ejemplo, si las milpas estaban crecidas o no el día que conoció a campo raso a Miguel Gómez Loza, gobernador cristero de Jalisco (capítulo VIII); asimismo, sabe en qué posición se encontraba la luna la noche en que colgaron unos cristeros de los fresnos que crecían cerca de su casa (capítulo XIII). Además de católicas, sus frases son rústicas y taurinas. Cuando tiene que hacer algo para él desagradable o peligroso, trata de "salirle al toro" o de "pinchar" (capítulo VI); cuando ve que los callistas se afortinan en la hacienda, para evitar un combate, dice que están refugiados "como las gallinas en sus nidos" y cuando huyen los cristeros lo hacen "como godornices" (capítulos III y IX). Su catolicismo personal -intenso, emotivo, sacramental- es notable, por lo menos a distancia. Cecilio personifica el Santísimo, se identifica con él, lo consulta en cualquier decisión de importancia. La terrible noche del 31 de julio de 1926 cuando se suspendieron los cultos, por ejemplo, habla de la bendición que recibieron los jalpenses "con su Divina Majestad, ante quien se rindieron aquellas banderas que estaban presentes" (capítulo II). Siempre consciente de su presencia, hace genuflexión ante "el Señor Sacramentado" (capítulo III), y anota cómo los cristeros jalpenses se levantaron en armas tras hacerle guardia durante toda la noche. Salieron bendecidos, supone, porque se prepararon frente "a su Divina Majestad que estaba allí presente siendo testigo de todo aquello" (capítulo III). En fin, Cecilio vive en un mundo en el cual la corporalidad divina del Santísimo no solamente no se cuestionaba, sino que era referencia obligatoria en todas las esferas de la vida, tanto dentro como fuera de la misa. De manera muy literal, pero con suma naturalidad, cree que cuando está ante el Santísimo está ante Dios. Igualmente notable es su participación en los asuntos de la parroquia y en la vida sociopolítica del catolicismo. Como mencionamos, a diferencia de su primo, Domingo Cerrillo, y de su hermano Agapito, muerto en el primer combate, Cecilio no fue cristero de fusil en mano, sino cristero pacífico. Para él, la rebelión cristera representa no únicamente una clara crisis ontológica entre el bien y el mal, también conlleva cierta movilidad social. De miembro de asociaciones meramente espirituales, tales como la Familia del Espíritu Santo, pasa a ser jefe local de la uno, luego brazo ejecutor del exiliado padre González, de allí sacerdote laico y, por fin, jefe de zona del gobierno provisional cristero. No siempre entiende la trayectoria que sigue o se cree indigno de los cargos que ocupa. Cuando sus compañeros de la Familia del Espíritu Santo lo excluyen del levantamiento, en enero de 1927, a pesar de haber jurado con ellos defender los derechos de la Iglesia hasta la muerte, cree que era de los llamados "pero sin duda no de los escogidos" (capítulos II-III). Pronto nos damos cuenta, sin embargo, que lo dejaron fuera porque el padre González le quería encomendar una serie de comisiones especiales. En primer lugar, irse de interlocutor con los cristeros del pueblo vecino de San Diego de Alejandría. De marzo a noviembre de 1927, tras la huida del padre González a Texas, Cecilio Valtierra se convierte, efectivamente, en el sacerdote de Jalpa de Cánovas. Desde marzo, nos dice, su actuación se reducía a "dirigir los actos de piedad en comunidad con los fieles adentro del templo"; luego precisa diciendo que estos actos "se reducían al uso de las oraciones de la misa por la mañana y el rezo del Santo Rosario por la tarde" (capítulo IV). Como se ve, Cecilio, sobrecogido por esta responsabilidad y herido por la controversia que finalmente suscitó, minimiza su contribución hablando de límites, de lo que no hacía. Pero no lo dudemos: la lectura de la misa por laicos, sin hablar de la celebración de sacramentos, en aquel entonces era arriesgado y controvertido en la opinión de muchos y Cecilio estaba no sólo muy consciente de esto, sino que se cuidó de no presumirlo. Estaba a la altura de las circunstancias y en un episodio -tal vez el único que relata con orgullo, ya que involucró a un enemigo- vemos claramente su inteligencia. El capitán Barrón, su némesis, lo reta en la carnicería del pueblo a que confiese quién lo manda decir misa en el templo y si acaso tiene instrucciones del cura para hacerlo. Cecilio dice que actúa siendo miembro de la junta vecinal y que los fieles acuden por cuenta propia. Luego, inspirado, justifica su lectura de la misa diciendo que la orden de hacerlo "la recibí de Dios el día que recibí el bautismo" (capítulo IV). Es una respuesta política, ya que absuelve al padre González, pero, desde una perspectiva teológica, también es correcta, lo supiera o no Cecilio, ya que el sacerdocio laico se fundamenta en el bautizo, mediante el cual los fieles se unen a Cristo-sacerdote y se hacen copartícipes de su sacerdocio. Así que Cecilio pudo haber dado esta justificación a su arzobispo. En fin, trátase nuestro personaje de un pequeño teólogo de huarache que intuía, más que comprendía, que le tocaba asumir un papel religioso nuevo. Costara lo que le costara -y para empezar se ganó el odio del capitán Barrón, quien mandó romper las ventanas del templo para espiarlo cuando decía misa (capítulo V) - no se desvió fácilmente de sus propósitos. 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