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Licenciado en Ciencia Política, realizada en la FCPS-UNAM. Master of Arts in Contemporary European History, realizada en Queen Mary College, University of London. Maestría en Estudios Diplomáticos, realizada en IMRED-SRE. Doctorado en Ciencia Política, realizado en London School of Economics. Estudios en Historia y Literatura de España en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, 1984-1985. Diploma en Estudios de la Integración Europea del Instituto de Estudios de la Integración; Europea en el Colegio de México, México, D.F. 1994.
[toc] => Introducción
1. Evolución de la política exterior brasileña: Getúlio Vargas y el Estado Novo (1930-1945)
2. Democracia fugaz, dictadura militar y nueva transición a la democracia (1945-1995)
3. Fernando Henrique Cardoso: estabilización económica y despegue hacia una política exterior de inserción global (1995-2002)
4. Lula da Silva: nueva política exterior y liderazgo (2003-2011)
5. La política exterior de Dilma Rousseff (2011-2015) y su posterior caída en 2016
Conclusiones
Bibliografía [free_reading] => La política exterior brasileña ha gozado de un inmenso prestigio internacional a lo largo del siglo XX, no sólo por la solidez, eficiencia y profesionalismo de su servicio diplomático: cuadros altamente capacitados consagrados de tiempo completo al diseño, formulación y ejecución de una política exterior de expertos, sino por su capacidad de asumir posiciones de acuerdo con sus intereses. José Paranhos Jr. (1845-1912), barón de Rio Branco, estableció el Itamaraty, como se conoce coloquialmente al Ministerio de Asuntos Exteriores brasileño, en razón del antiguo Palacio de Río de Janeiro que lo alojó hasta 1960, y del de su sede presente, un palacio modernista en Brasilia, diseñado por el arquitecto Oscar Niemeyer. Al barón de Rio Branco, canciller de Brasil por espacio de una década (1902-1912), y quien sirvió como tal bajo cuatro presidentes, se le considera el fundador de la diplomacia brasileña moderna, en la medida en que sentó las bases de una diplomacia brasileña como una política de Estado. El 18 de abril de 1945, en el marco del centenario del natalicio del barón, fue inaugurado el centro de estudios que lleva su nombre, el Instituto Rio Branco, escuela de posgraduados en Relaciones Internacionales y Academia Diplomática del Brasil que sustenta al prestigiado cuerpo diplomático de aquel país. A lo largo del presente siglo, el Ministerio ha sido responsable del diseño y puesta en práctica de un repertorio de política exterior solvente, basado en principios tales como el pacifismo, el multilateralismo y el realismo. Aunque a lo largo del siglo XX, la diplomacia brasileña se decantó por orientaciones diversas que oscilaron entre el sostenimiento de una relación especial con Estados Unidos y la afirmación de la propia soberanía, todas estas estrategias han perseguido un objetivo común: la promoción del desarrollo nacional como motor de la acción exterior. En efecto, aunque los vínculos con el exterior han asumido muchas formas diferentes, es posible argumentar que, a partir de Getúlio, gran parte del modelo de desarrollo de Brasil se ha basado en estrategias exteriores diseñadas para construir la base industrial del país, obtener la llegada de inversiones foráneas para la infraestructura e impulsar el comercio en un nivel mundial. El pragmatismo económico ha sido la pauta de las relaciones de Brasil con el mundo exterior, y es a menudo considerado como uno de los principales activos de su diplomacia. En la última década y media, la economía brasileña suscitó, una vez más, el interés de los académicos, de los inversionistas extranjeros y de los analistas en el mundo entero, convirtiéndose en un objeto de fascinación y especulación para académicos e inversionistas. Dicha atracción quedó reflejada en el sinnúmero de titulares que la prensa internacional dedicó al país, así como en una plétora de estudios y libros publicados sobre los que numerosos observadores y analistas coincidieron en augurar como el despegue definitivo de Brasil como potencia de ámbito global. Según tales pronósticos, Brasil, el quinto país más poblado del mundo, el quinto en extensión territorial, octava economía mundial y segunda potencia económica y política del continente americano, se preparaba para ser una potencia no sólo en el plano regional, sino para desempeñar un papel destacado en el mundo. Tales profecías se basaban no sólo en el tamaño de esa nación de dimensiones continentales -con una superficie mayor a los 8.5 millones de km2 y una población de más de 200 millones de habitantes, lo que hace de Brasil, el quinto país en población y territorio- sino, también en sus inmensos recursos naturales y en el tamaño de su economía. En efecto, Brasil no sólo es una superpotencia agrícola y un gigante industrial, sino que además se perfila para convertirse en una gran potencia petrolera. Especialistas del país recientemente descubrieron una de las reservas de petróleo submarinas más grandes del mundo, y fue designado sede de la Copa Mundial de Futbol de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016, eventos que prometían a los brasileños una oportunidad única para promocionar su país en el exterior. El semanario británico The Economist publicó en el año de 2009 un artículo de portada titulado "Brasil despega", en el que puntualizaba que en los siguientes 15 años Brasil habría de escalar de su posición entonces de octava economía mundial a quinta, superando en el proceso al Reino Unido y a Francia.' Dichos vaticinios se fundaban no sólo en los inmensos recursos naturales del país, como había sucedido en el pasado, sino por la existencia de un inmenso mercado interno al que se habían integrado 30 millones de consumidores que habían salido de la pobreza para incorporarse a la clase media, gracias a las políticas sociales impulsadas por los gobiernos de Lula; pero además por ser sede de corporaciones dinámicas con creciente presencia global, las llamadas multilatinas, tales como Petrobras, Ambev, Ipiranga, Itaipú, Embraer (Empresa Brasileira de Aeronáutica), Odebrecht, la Cervecera Brahma, Vale Brasil, etcétera. Pero, sobre todo, por haber mantenido una política monetaria ortodoxa que le permitió tener unas finanzas sanas a lo largo de una década, lo que habría permitido crear las condiciones de emergencia para el despegue definitivo según distintos personajes, de un nuevo Brasil, después de años de inflación desbordada y crecimiento mediocre. Tal optimismo alcanzaría su punto culminante a fines de 2011, coincidiendo con el fin de la segunda presidencia de Lula, cuando diversos medios, tanto internacionales, como nacionales, se hicieron eco, o alardearon de plano, de la versión de que el Producto Interno Bruto brasileño había rebasado al Reino Unido, lo que convertía al país sudamericano en la sexta economía mundial. Incluso, el entonces ministro de Hacienda, Guido Mantega, se permitió la licencia de profetizar que Brasil se encontraba a una o dos décadas de alcanzar el nivel de vida de Europa Occidental. Vale recordar que no sería la primera vez que la prensa internacional, los académicos y los analistas "expertos", hicieran vaticinios precipitados, que con el tiempo resultaron ser desmesurados y erróneos. Baste recordar la alharaca que armaron los comunicólogos, en su momento, al pronosticar un futuro radiante para la España de los años noventa, los llamados "tigres asiáticos", la Irlanda de principios del siglo XXI, o sobre el ahora malogrado "Momento mexicano", en fecha reciente. La ambición de hacer de Brasil una potencia mundial, compartida no sólo por las élites de ese país, sino por millones de brasileños, no es en modo alguno una aspiración nueva. De hecho, ha sido recurrente en el tiempo, al menos desde la segunda posguerra. Entonces, el gobierno de ese país se creyó merecedor de ser tratado en pie de igualdad por las demás potencias, habida cuenta de su contribución militar y económica en la Segunda Guerra Mundial al lado de los Aliados y por ser fundador y signatario original de la Carta de San Francisco, que dio origen a la Organización de Naciones Unidas, en cuyo Consejo de Seguridad demandó un asiento permanente, sin conseguirlo nunca. Dicha visión, profundamente nacionalista, ha generado internamente una imagen y una autopercepción magnificadas del país, en las que las élites brasileñas defienden la noción de su país como primero entre iguales en América Latina y, por lo tanto, líder natural de la región. Desde el primer gobierno de Cardoso, el Itamaraty abrazó la visión de la América del Sur como unidad económica y geopolítica, en la cual, de manera previsible, el país más grande estaba destinado a jugar un papel prominente como núcleo de la región. Más aún, estas élites mantienen la convicción y la esperanza de que su país pueda ascender al primer círculo del poder mundial, aspiración que es compartida por gran parte de la sociedad brasileña como proyecto nacional. Resulta evidente que, a diferencia de otras potencias emergentes, como China, Rusia e India, Brasil no es una potencia militar, ni posee un arsenal nuclear, ni se ha valido de esa baza para aumentar su influencia en el plano regional o internacional. No obstante, un observador agudo y avezado de la escena internacional, de la talla de Henry Kissinger, vaticinó que en el nuevo orden mundial surgido a partir del fin de la Guerra Fría, tales atributos no serán más condiciones sine qua non, para ser una potencia con ascendiente en una escena internacional crecientemente dominada por la multipolaridad.' En ese sentido, George Kennan consideró a Brasil, junto con China, Estados Unidos, India y Rusia, como un país monstruo, destinado a cumplir un papel determinante en el escenario internacional, en virtud de sus dimensiones territoriales y demográficas y en razón de sus enormes potencialidades económicas, políticas y militares. Ya desde los años setenta, bajo la dictadura militar volvieron a echarse a volar tales designios de grandeza, en especial a partir de las maquinaciones de los militares brasileños relativas a la recién independizada África lusa (Mozambique, Angola, Cabo Verde, Guinea Bissau) y ante la abierta dificultad de la antigua metrópoli por seguir ejerciendo influencia y preponderancia sobre aquellos países, pero sobre todo por el crecimiento económico generado por el llamado milagro económico brasileño que llevó a ese país a crecer a tasas anuales de 11 % en promedio de 1969 a 1973. El hecho de que la llamada escuela geopolítica brasileña, establecida por expertos entre ellos Golbery do Couto e Silva, Everardo Backheuser y Mario Travassos, pretendió dotar de supuestos fundamentos científicos a las aspiraciones expansionistas y hegemónicas de la dictadura militar brasileña, es un episodio que todavía debe ser estudiado con mayor profundidad y detenimiento.' De esa época, también, merece ser estudiado el proceso que llevó al desarrollo del etanol como combustible alternativo, ante la dependencia brasileña respecto del petróleo. Tales expectativas fueron defraudadas cuando Brasil cayó en la crisis de la deuda al acumular una deuda externa de 92 mil millones de dólares -la mayor de la época- y estuvo a punto de llevar a la nación a la suspensión de pagos lo que la llevaría a padecer junto con otros países latinoamericanos la llamada década perdida, periodo de crisis profunda, aguda y generalizada, sin duda la más grave desde la Gran Depresión de los años treinta. No fue casual entonces que la transición a la democracia haya quedado ayuna de realizaciones internacionales. Los gobiernos de José Sarney, Fernando Color de Mello e Itamar Franco pudieron dedicar poca atención al lanzamiento de iniciativas diplomáticas de importancia, más bien estaban entretenidos en buscar solución a la profunda crisis económica que acompañó a la transición de la democracia. Brasil perdió su crédito internacional y cayó en una crisis económica de proporciones escandalosas, que sólo pudo ser superada después de incontables tentativas de ensayo y error, tales como los planes Cruzado (1986), Bresser (1987), Summer (1989) y Real (1994). Desde 1994 -coincidiendo con el fin de la Guerra Fría- Brasil ha ido abriendo, de un modo gradual y sigiloso, un nicho en la comunidad internacional: destacadamente como líder regional de América Latina y en los últimos años como economía global emergente. Las nuevas expectativas sobre el despegue de Brasil se dieron en medio de la noción, generalizada en la primera década del siglo XXI, de que el ascenso de las potencias emergentes y su tránsito de países periféricos a potencias globales, según algunos analistas y observadores, habría de dar lugar a una reconfiguración de las relaciones Norte-Sur. En la actualidad existe un consenso cada vez más arraigado entre los expertos de que Brasil es una de las nuevas potencias mundiales emergentes. Hasta fecha relativamente reciente, en la prensa especializada provocaba entusiasmo el término BRIC, acrónimo con el que se designa a las potencias emergentes: Brasil, Rusia, India y China, cuyo peso en la economía internacional se estimaba llegaría a ser preponderante. La tesis fue originalmente propuesta por Jim O'Neill, economista en jefe del banco de inversión y comercial, Goldman Sachs, en cuyo ensayo publicado en 2003, Dreaming with BRICs: The Path to 2050, pronosticaba que esas cuatro economías se perfilaban como los nuevos motores de la economía global. A partir de 2011, Sudáfrica fue incorporada al grupo, hablándose desde entonces de los BRICS. Estimaciones posteriores sobre el crecimiento de los BRICS fueron incluso todavía más optimistas: se calculaba entonces que para 2050 estos países tendrían más de 40 % de la población mundial y alcanzarían un PIB combinado de 134 951 billones de dólares. La desaceleración última de la economía china y la caída de la economía brasileña en franca recesión han puesto en solfa tan optimistas augurios, obligando a sus autores a matizar sobre sus estudios. Pese al carácter informal del agrupamiento, los países involucrados han llevado a cabo ocho cumbres, la primera en Ekaterimburgo, Rusia, en 2009, y la segunda en Brasilia, al año siguiente. La última cumbre, la IX, tuvo lugar en septiembre de 2017, en la ciudad de Xiamen, la provincia suroriental china de Fujian." Lo que hizo más verosímiles dichas expectativas respecto a esperanzas pasadas fue el hecho de que Brasil haya sido capaz de mantener unas finanzas sanas desde que los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso introdujeran una férrea política fiscal y monetaria e iniciara una ambiciosa apertura económica sin precedente; políticas que fueron mantenidas por los gobiernos de Lula. La prueba de fuego de tal aserto pareció ser el hecho de que Brasil haya sorteado la crisis financiera y económica, iniciada en el 2007, de modo relativamente indemne y de que, al año siguiente, haya retomado un crecimiento económico espectacular en un entorno internacional en el que la recesión campeaba. Pese a los enormes e innegables avances que ha experimentado Brasil, sigue suscitando serias dudas acerca de sus pretensiones y expectativas. Todavía existen dos países, el que crece y se proyecta con fuerza notable, pero también el Brasil de la violencia y de las profundas desigualdades sociales, económicas, regionales y étnicas. Diversos observadores han señalado las adversidades que todavía lastran sus aspiraciones de grandeza, particularmente la anticuada infraestructura del país y la baja calidad de la educación como factores que podrían frenar el crecimiento. Algunos críticos hablan incluso de hubris, vocablo griego que designa el orgullo desmedido, intransigente y autodestructivo, que a decir de algunos analistas ha sido sello distintivo de parte de las élites brasileñas y, en especial, de un segmento de la jerarquía del Partido de los Trabajadores. Muchos otros consideran que Brasil se ha beneficiado de un boom en la demanda internacional de alimentos y materias primas que duró una larga década y media, pero que, a fin de cuentas, resultó tan pasajero y efímero como la bonanza del caucho y similares en el pasado. Todo ello a costa de una severa desindustrialización y reprimarización de la economía. A pesar de su enorme riqueza en materias primas y productos agropecuarios, Brasil padece aún de graves disfunciones en su aparato productivo y en sus niveles de competitividad internacional. Más allá de la aeronáutica, Brasil es poco competitivo en la producción y exportación de manufacturas de capital intensivo y alta tecnología. Su sector terciario es también todavía bastante anticuado e ineficiente. Brasil ha desempeñado un papel activo y prominente en los trabajos de las Naciones Unidas y sus respectivas agencias. Participa de modo diligente y destacado en la OEA, el FMI, el Banco Mundial, el BID, la OMC y el Common Fund for Commodities (Fondo Común para los Productos Básicos). Se ha involucrado en operaciones de mantenimiento de paz de la ONU, señaladamente en Haití, pero también en Líbano y en Timor Oriental. Brasil es miembro también del G-20, asociación que incluye a las veinte economías más poderosas del mundo. No es un secreto para nadie que Brasil aspira a ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones y que ha cabildeado intensamente para lograr dicha meta. La gran interrogante al respecto sigue siendo, ¿qué piensa hacer con esa nueva responsabilidad política si es que la consigue? Y si de verdad tiene Brasil un proyecto internacional sólido y consistente. Durante siglo y medio, Brasil vivió a espaldas de sus vecinos de América del Sur. Es el único heredero del imperio portugués en América, su independencia y posterior desarrollo político fueron cualitativamente distintos a los de sus vecinos hispánicos. Como legado del Tratado de Tordesillas hubo una serie de disputas territoriales entre los estados sucesores que alcanzaron su climax con la guerra de Paraguay (1865-1870); no obstante, el antagonismo por la hegemonía en el subcontinente con Argentina proseguiría hasta mediados de la década de 1980. Dicho enfrentamiento adquirió bajo la égida del general Golbery do Couto e Silva (1911-1987), autor de la doctrina brasileña de seguridad nacional, nuevos tambores de guerra entre ambos países. En 1966 Golbery escribió un libro titulado Geopolítica do Brasil, en el que argumentaba a favor de la adopción de una doctrina de seguridad nacional que vinculase al Estado con la economía en nombre de la seguridad nacional, al tiempo que realizaba un mapeo estratégico de Sudamérica a fin de consolidar la hegemonía brasileña sobre la región. Ese libro influyó grandemente sobre las fuerzas armadas brasileñas durante la dictadura militar de ese país. Por otro lado, persisten las sospechas y recelos de los demás vecinos sudamericanos acerca de Brasil, como lo demuestra la nacionalización del gas llevada a cabo por Bolivia, que afectó intereses económicos brasileños, señaladamente de Petrobras. No hay que olvidar, en ese sentido, que todos los países sudamericanos -a excepción de Chile y Ecuador, por obvias razones- perdieron territorio en algún momento de su historia, a expensas del expansionismo brasileño. Algunos estudiosos incluso han querido ver en la Venezuela de Hugo Chávez un desafío o un contrapeso a las aspiraciones hegemónicas brasileñas en la región, habida cuenta de sus inmensos recursos petroleros. Durante décadas se habló del potencial que guardaba Brasil para aspirar a alcanzar una prominencia mundial. Varios mandatarios brasileños, tanto militares como civiles hablaban de la "grandeza" de Brasil y del deseo de ver a su país convertido en una gran potencia. Dicha escuela de pensamiento dominó el discurso de la política exterior brasileña, al menos desde la posguerra hasta el fin de la dictadura militar en 1985. Los sucesivos y débiles gobiernos civiles poco tiempo tuvieron para ocuparse de la política exterior, dadas las recurrentes crisis domésticas que tuvieron que sortear y del virtual colapso al que estuvieron expuestos, sobre todo durante la llamada "crisis de la deuda" y ante las repercusiones devastadoras del llamado efecto tequila de 1995. Fue bajo la larga permanencia en el poder de Getúlio Vargas (1930-1945) que Brasil accedería a la modernidad y habría de alcanzar una plena inserción en el ámbito internacional. Vargas hábilmente supo explotar las rivalidades entre las grandes potencias de su tiempo para conseguir ayuda técnica y financiera de parte de Estados Unidos, para la construcción de la inmensa siderúrgica de Volta Redonda. Las compañías y agencias gubernamentales norteamericanas habían sido reticentes a prestar oídos a las peticiones de ayuda para la creación de una industria pesada en América Latina. No obstante, la mera insinuación de que Brasil pudiera acudir a la Alemania nazi, para solicitarle ayuda removió todos los obstáculos. La construcción de Volta Redonda fue un gran triunfo para la política económica nacionalista de Vargas, de la intervención estatal en la economía de ese país y de su estrategia de política exterior, denominada autonomía por medio de la industrialización. En correspondencia a la ayuda norteamericana, Vargas permitió que Estados Unidos instalara bases militares en el norte de Brasil, aun antes de que Brasil entrara en guerra con el Eje. Cuando Vargas finalmente declaró la guerra a Alemania e Italia en agosto de 1942, Brasil envió una fuerza expedicionaria de 25 000 efectivos, que combatió en los frentes europeos al lado de los Aliados. Brasil fue miembro fundador de la Sociedad de las Naciones (1920) y de la ONU (1945), ha presidido el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en siete ocasiones y estuvo muy cerca de conseguir un asiento como sexto miembro permanente en dicho organismo, al contar con el apoyo de Washington, sin embargo dicha iniciativa fue bloqueada por la URSS y la Gran Bretaña. Al término de la Segunda Guerra Mundial, Brasil se alineó con Estados Unidos y el bloque occidental, en el marco de la Guerra Fría, buscando con ello obtener ayuda para su desarrollo económico. Cuando dichas expectativas se vieron defraudadas, un Getúlio restaurado en el poder por la vía democrática intentó retomar una senda autónoma, antes de su trágica muerte. En sus afanes modernizadores, la presidencia desarrollista de Juscelino Kubitschek emprendió un nuevo acercamiento a Estados Unidos, pero intentó que ese país se comprometiera con el desarrollo de América Latina, mediante un plan de ayuda económica, semejante al Plan Marshall impulsado en Europa Occidental una década antes. A principios de la década de los sesenta, la diplomacia brasileña intentó proseguir una política exterior independiente, de neutralidad y no alineamiento, con las presidencias de Jánio Quadros y Joáo Goulart. Dicha política encontró sus límites en el flagrante intervencionismo norteamericano que, por medio de la encubierta "Operación Brother Sam", propició el derrocamiento de Goulart y el inicio de una dictadura militar en 1964. La dictadura militar se alineó nuevamente con Estados Unidos: rompió relaciones con la Cuba revolucionaria e incluso envió un contingente que buscó dar cierta legitimidad, bajo el marco de la OEA, a la intervención norteamericana en República Dominicana en 1965. No obstante, incluso con los gobiernos militares, Brasil buscó tanto afirmar su independencia de Estados Unidos como impulsar su propio proyecto hegemónico. En ese sentido, las tentativas brasileñas por desarrollar un programa nuclear propio llevarían a frecuentes desencuentros y confrontaciones con la potencia norteamericana. El tránsito a la democracia (1985-1995) estuvo, en gran medida, ayuno de iniciativas diplomáticas de gran calado o trascendencia, al estar sumido Brasil en una serie de crisis económicas sucesivas que condujeron a ese país al aislamiento y la irrelevancia respecto de la escena internacional. Fue sólo bajo la égida de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) que Brasil se encontró nuevamente en condiciones de recuperar su vocación de gran potencia. Sin embargo, el enfoque, esta vez empleado por la diplomacia brasileña para lograr tal fin, fue el del multilateralismo. Garantizada la estabilidad monetaria se buscó avanzar en la conquista de condiciones para una mayor y mejor participación del país como una potencia globalizada: apertura del mercado interno, política cambiaria favorable a las inversiones extranjeras, reducción de la intervención directa del Estado. Al asumir la presidencia en 2003, Luis Inácio da Silva, Lula, mantuvo la política económica de su predecesor y prosiguió una política exterior activa, basada en gran parte en su carisma personal y en la proyección de su liderazgo. Dichos esfuerzos han encontrado un eco inédito en la prensa internacional, que ha ensalzado no solamente las supuestas o reales virtudes del mandatario brasileño, sino las aspiraciones de ese país por alcanzar una mayor presencia, liderazgo e influencia en el exterior. La diplomacia brasileña ha buscado ser ariete de ese anhelo y para conseguirlo ha seguido diversas estrategias a lo largo de las últimas ocho décadas. Su análisis detallado es parte de los objetivos de este libro. La elaboración del presente análisis se basó en una amplia investigación de los documentos oficiales disponibles, dada la lejanía del autor con las fuentes primarias y archivísticas. Se apoyó, por tanto, en los pronunciamientos y discursos de las principales autoridades concernidas y una extensa consulta bibliográfica y de la prensa académica especializada. El libro se divide en cinco capítulos. El primero hace una revisión panorámica de la política exterior brasileña bajo Getúlio Vargas. Dicha perspectiva se justifica por el hecho de que la primera fecha marca la transición de la Vieja República a la Nueva, cuando Brasil dejó atrás el letargo de su pasado rural y monoexportador, para embarcarse en un proceso acelerado de urbanización e industrialización que, en última instancia, significó su acceso a la modernidad. El segundo capítulo estudia un primer y efímero intento de democracia, la dictadura militar y la definición de transición brasileña a la democracia y su consolidación plena como democracia. El año de 1995 marca también el inicio de una política exterior proactiva, como resultado de su estabilización y despegue económicos, así como el relanzamiento de su meta declarada de ascender en la jerarquía internacional al estatus de gran potencia. El tercer capítulo analiza la política exterior seguida por los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, quien marca el arranque de las aspiraciones de posicionar a Brasil como una potencia internacional de peso. El cuarto capítulo se consagra al estudio de la política exterior bajo el mandato de Lula, tan aplaudida en su momento, como la consolidación de tales aspiraciones. A medida que avanzó la investigación surgió un problema, no contemplado inicialmente: a los éxitos clamorosos obtenidos por la diplomacia lulista en la escena internacional, siguieron de modo casi inmediato, una vez que Lula dejó el gobierno brasileño, una serie de reveses, que pusieron en entredicho no sólo las supuestas bondades de los gobiernos petistas, sino que obligaron a la inclusión de un capítulo relativo al primer gobierno de Dilma Rousseff, a fin de matizar y poner en perspectiva los alcances y limitaciones de esos éxitos supuestos. De esos hechos versa el quinto capítulo. Una vez más, cual Sísifo, Brasil pareció encontrarse atrapado en una contradicción, aparentemente insalvable entre sus potencialidades, sus aspiraciones de gran potencia y una realidad que le ha sido pertinazmente adversa. 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