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Montreal, Canadá, 1949) es novelista, poeta y traductora literaria. Su pluma, arriesgada y polémica, es capaz de vincular cuadros cotidianos de diversas partes del mundo con reflexiones vitales de enorme envergadura. Es autora de varias novelas, entre las que destacan L'amour des hommes (2015); Mer-credi soir au Bout du monde (2007), traducida al español por Roberto Rueda Monreal y publicada por la UNAM en 2014, por la que obtuvo el prestigioso Prix littéraire France-Québec (2007) y el Prix Ringuet de 1'Académie de Let-tres du Québec (2008); Le Cimetiére des éléphants (1998), y Une histoire gitane (1982). También ha recibido otros galardones como el de la Société des Écrivains Canadiens (1993) y el Littéraire du Journal de Montreal (1992). Ha colaborado en diversos medios como el Journal d'Outremont. Es traductora al francés de Linda Leith, Julie Keith, Wayson Choy, Madeleine Thien, Taras Grescoe, Bernice Morgan y Lucy Maud Montgomery.
Roberto rueda Monreal (traducción)
(Ciudad de México, 1972) es politólogo por la UAM y traductor literario profesional por el IFAL. Como escritor tiene dos novelas: La cloaca, el infierno aquí (2012), cuya versión al francés está a cargo de Héléne Rioux, y Pétalos negros, de próxima aparición. Ha colaborado con diversos medios como Milenio, Milenio Semanal, Laberinto, Traspatio, La Gaceta del FCE, la Agencia Latinoamericana de Información, Animal Político, El Malpensante (Colombia), Nexos y Huffington Post. Es miembro fundador y responsable de la cartera de prensa y medios de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli). Imparte la materia de Proyectos Editoriales en el diplomado en Traducción Literaria y Humanística de la CANIEM y de la Ametli. Entre sus obras traducidas están ¿Venganza?, de Robert Antelme (2011); La Iglesia ortodoxa, de Olivier Clément (2010); Traductora de sentimientos, de Héléne Rioux (2009); Quetzalcóatl. El hombre huracán, de Lucie Dufres-ne (2008); y Sapiencias y artimañas de Birbal, el rajá, de Patrice Favaro y Arnal Ballester (2004), entre otras.
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ALMAS EN PENA EN EL FIN DEL MUNDO
2
EN LA BANQUETA CONGELADA, SALIENDO
DEL METRO
3
EN EL RESTAURANTE CHEZ MARCEL,
DESPUÉS DEL TEATRO
4
EN EL AVIÓN ENTRE SOFÍA Y PISA
5
OCHO HORAS DE NOCHE EN EL SÉPTIMO CIELO
6
MAR AZUL, TRES DE LA TARDE
7
OCHO DE LA NOCHE EN UTREMÓ
8
PROVIDENCE Y RHODE ISLAND,
EN PLENA MADRUGADA
9
EN UNA CASA DE CAMPO DE DEVONSHIRE,
A LA HORA DEL TÉ
10
ANOCHECER EN LA MISIÓN HEAVEN'S DOOR
11
AL TERMINAR LA TARDE EN LA LOST PARADISE
12
EL NIRVANA, EN UN MOMENTO
O EN CUALQUIER OTRO DE LA ETERNIDAD
13
MEDIANOCHE EN EL FIN DEL MUNDO...
COMER EN LA NOCHE [free_reading] => ALMAS EN PENA EN EL FIN DEL MUNDO [Epígrafe]...hay un restaurante que se llama así en el barrio. Un lugarsucho, para ser francos. Los taxistas son los que más van ahí. Para unos, es terrenal, es un jardín, es el Edén, un jardín lleno de árboles y de flores en donde antaño fueron sorprendidos Adán y Eva luego de haber mordido la miserable manzana. Es cuando hablamos de Caída -con mayúscula-. Nos vienen a la memoria viejos dibujos hechos a mano en los que nuestros dos culpables atraviesan, desnudos, cabizbajos, con sus partes íntimas púdicamente -porque desde entonces son púdicas- tapadas con una hoja de vid, la reja de ese parque del que son expulsados por siempre y para siempre. Culpable o no, su descendencia sufrirá, con el sudor en la frente, el mismo exilio hasta el final de los tiempos. Está escrito. Es la maldición del género humano. Los infieles se encogerán de hombros: es una leyenda, replican, con sus labios esbozando un rictus de desprecio. En el origen, hubo el Big Bang, las cosas siguieron su curso durante algunos milenios, todo el mundo sabe eso, nuestros ancestros eran más o menos gorilas y, al principio, ni siquiera había manzanas sobre la tierra. En una época -no tan lejana si hemos de considerar la edad del género humano-, quemamos en hogueras a aquellos que se atrevían a cuestionar los dogmas. Superamos esa negrura, y yo espero que ellos la hayan encarado con suficiencia. Por otro lado, ¿cómo creer que, por un simple pecadillo, un bocado banal -y, si lo pensamos bien, saludable, recomendado por los doctores, dietistas y otros inquisidores de nuestra era científica-, por un bocado saludable, pues, ese Dios al que califican de justo infligiría tal castigo? Es desmesurado. ¿Y por qué la manzana sería una fruta prohibida? Es una alegoría, un símbolo, sugieren los menos categóricos, conscientes de que la ciencia por sí misma no podría explicarlo todo. Para lo inexplicable, la humanidad desde que el mundo es mundo se ha inventado mitos, una serpiente emplumada, Cronos comiéndose a sus hijos, un jardín de delicias. ¿Por qué no? En el fondo es poético. Y hasta preferimos tener a Adán y a Eva como ancestros en vez de a una bola de orangutanes. Sin embargo, los investigadores aseguran haber descubierto el sitio de los antiguos jardines colgantes de Babilonia, en Mesopotamia, y -hablando incluso de Cuba u otras islas cercanas al Ecuador- de Atlántida, devorada en el fondo del océano. Nosotros pensábamos -más bien, Novalis pensaba- que después de la Caída, el paraíso terrenal había explotado y que sus pedazos se habían esparcido por toda la superficie del globo. Jamás podríamos volverlo a encontrar ni volverlo a reconstituir. Pero otros creen que sí. El lugar existe, los libros sagrados lo describen, por sus ríos corren miel y leche, se le llama la Tierra Prometida. O Arcadia. Paraíso. La palabra evoca para unos una flor insólita sin pétalos ni perfume, para otros, un ave de rutilante plumaje. Cinéfilos recuerdan una película o dos. Si son ilustrados, ellos saben que es la parte superior de un teatro, al que se lo conoce más trivialmente como el gallinero, ahí donde los lugares son menos caros. Vuelven a ver imágenes en blanco y negro -Pierrot el triste, Garance y el arrogante Lacenaire- o bien piensan en aquel cácaro de Italia al que un niño, de ojos redondos, escuchaba filosofar. Los literatos, por su parte, citan a Dante, a Baudelaire, a Milton. A algunos de ellos les gusta evocar a Proust, acordarse de que su última "sirvienta" -aunque ella era mucho más que eso- se llamaba Céleste y que desempeñaba al lado del delicado genio el papel de ángel guardián. Los otros, un círculo de eruditos sobre el siglo XVlll especializados en la materia, pensaron en Paradis de Moncrif, cortesano consumado, temible espadachín, actor y libretista del Siglo de las Luces, a quien le debemos la Historia de los gatos y la partitura de un ballet heroico. La obra se llamaba _L'Empire de Vamour_ -¿pero quién se acuerda de ella?-. Recibida entre abucheos, hoy en día ya no la interpretan. Así va la vida. El hombre en sí mismo ha caído en la sombra del olvido, pero bueno, no todos podrían ser Diderot o Voltaire. Hojeamos de manera distraída el diccionario, leemos que también es una represa en un puerto en el que aguardan los barcos. Porque existe, por supuesto, subyacente, esta idea de la espera, ese deseo de volver a encontrar... ¿qué?, ¿lo justo? La inocencia, quizá. Más original que la culpa, la inocencia perdura, destello que tirita al final del túnel en la memoria del mundo. Es un rincón peculiar, privilegiado de la Tierra; para los enamorados de la aventura, la sabana con sus elefantes y sus animales salvajes, un oasis en el desierto, un lago en medio de una selva; para los enamorados de la historia, un pueblo escondido, una ciudad medieval rodeada de murallas, poblada de vestigios, atravesada por un río de corriente perezosa que va pasando entre puntas de roca, en la Toscana o en Andalucía. Un castillo, un palacio morisco deshabitado, sigue dominando el paisaje. Cada temporada tiene su perfume, jazmín, flor de naranja, lavanda o romero. En todas esas islas en los mares que arrojan destellos, paraísos tropicales -algunos dirían fiscales-. Forman archipiélagos en el Mediterráneo, en el Atlántico o en el océano Índico y el mar Caribe, ahí son antiguas madrigueras de piratas, de náufragos crueles y de corsarios -Córcega, Nassau, Paradise Island-. Hoteles cinco estrellas despliegan desde entonces sus tentáculos a lo largo del litoral. En algunas de estas islas, Seychelles o Marquesas, pintores y poetas han perseguido a una musa escurridiza. Algunos, efectivamente, la han vuelto a encontrar jugueteando a orillas de la costa, con flores en el pelo. Otros, pues, este... otros han contraído disenterías tropicales y se han apagado ahí, sin pena ni gloria. Para los más modestos, una tumbona sobre la playa y un trago de ron bajo una palmera son suficientes -su paraíso terrenal una semana al año. Otros prefirieron ir a ver el Norte, sus extensiones vírgenes y desnudas, ahí en donde, creen ellos, se encuentran los últimos espacios infinitos. Escucharon hablar tal vez sobre esta curiosa leyenda: para los griegos de la antigüedad, Arktikos era la tierra de los osos, un continente de clima agradable rebosante de gracias, en el que cohabitaban en paz unicornios, ninfas y otras criaturas mitológicas. No lo creyeron. ¿Osos? ¿No se referían más bien a la Osa Mayor, o a la Menor, la estrella polar? Como sea, a oídos de estos soñadores austeros, Siberia siempre sonará mejor que Tahití. Es la blancura lo que los seduce, es la inmovilidad, la soledad, meditan por largo rato mientras dan vuelta a las páginas de álbumes en papel cuché, mientras miran tarjetas del Canadá septentrional. El agua y el aire de allá son tan puros, piensan ellos, y tan absoluto, el silencio. Al norte, muy al norte, más allá del círculo polar ártico, de Nunavut, de la isla de Baffin, de Alaska, mucho más arriba que Kuujjuaq, Iqaluit, más arriba aún que Chisasibi, Radisson, Goose Bay, Cartwright City, Labrador City. Su mente sobrevuela por encima de islas inexploradas, susurran los nombres mágicos, Cornwallis, Somerset, Ellesmere, Devon, están como en trance, todo su ser apunta hacia los confines del mundo. Piensan en una ruta que se llama Freedom Road, al extremo este de Quebec, en un valle que se llama Happy Valley, piensan en las polinias, zonas de agua que permanecen misteriosamente libres a pesar del frío intenso -en 1616, William Baffin las había descubierto en su barco llamado precisamente Discovery-, piensan en la noche polar que se extiende sobre este mundo olvidado desde septiembre hasta febrero, piensan en las noches blancas, en el sol de mediodía, en la deriva lenta de los icebergs cuando éstos, cual cortejo fantasmal, van a fundirse en el océano. Otros sin embargo continúan con su lectura. Hace cuarenta y cinco millones de años, la isla de Ellesmere era un paraíso subtropical, se enteran con asombro. En el lugar fueron encontrados fósiles de metasequoia, esqueletos de tapir, de tortuga y de serpiente. ¿Sigue siendo una leyenda? ¿La misma? ¡Qué importa! Se esbozan imágenes y les encantan. El paraíso existió. Esos espacios aún intactos, esas tierras, esos mares no descubiertos son sirenas. Su llamado, una trampa. Tal vez han leído historias de exploradores -Hearne, Hubbard, Wallace, George Cartwright- y, en su imaginación, los han acompañado en sus periplos. Temerarios en su imaginación, ellos también se ponen en marcha armados con fusiles de caza, brújulas minúsculas. Y es que, ¿para qué puede servir verdaderamente una brújula en medio de los vendavales, y un fusil cuando no hay ni un alma que viva en los alrededores, incluso cuando los grandes osos polares se han ido a esconder en alguna cueva para hibernar? Se convierten en esos aventureros -es decir, en aquellos que no tienen oportunidad- solos en medio de las planicies blancas y vacías, dan vueltas en círculo como en un laberinto, encorvados bajo la violencia de los vientos, enceguecidos por la tormenta de nieve. ¿En qué estaban pensando? Su paraíso -su búsqueda de lo absoluto- se ha perdido por completo. Y no obstante, era tan bello cuando soñaban. Es a su sueño al que se aferran. Tienen hambre. Si todavía tienen cerillos y petróleo en su cocina, derriten nieve en su pocilio de metal, hierven sus mocasines y sus guantes, temblando se tragan la magra sopa. Y luego, dejan de tener hambre. El sueño y la noche ganan. El fin está ahí, implacable homónimo. Una última imagen se estampa detrás de sus párpados helados. Fondo en blanco. Tál vez encontraron lo que andaban buscando. Pero otros -así hayan ido o no allá- afirman que en el Norte no hay nada de nada. Sí, el paraíso es muy a menudo el sueño y cada quien tiene el suyo. Es el territorio imaginado, la lejana región a la que se echa de menos sin conocerla. Siempre allende las fronteras. Es la otra vida. Nos hace falta lo que siempre nos ha hecho falta. A los indigentes, la opulencia, y a los desconocidos, la gloria. Los heridos del corazón dirían madre amorosa y amigo fiel, los heridos de los recuerdos dirían la infancia. Es el amor. Y he aquí a muchachitas sumergidas en libros de cuentos, jovencitas frente al espejo, sonriendo ante su reflejo. Los músicos afinan sus instrumentos: el baile puede comenzar. ¿Dónde estás?, susurran ellas. Risas cristalinas, suspiros emocionados. Uno las vuelve a ver treinta, cuarenta años después. Se han casado con un agente inmobiliario, con un vendedor de electrodomésticos, sus hijos pronto van a dejar el hogar, a vivir su vida, lo que queda de los sueños yace apilado sobre el pasto, en medio de hojas muertas, listo para ser quemado. Ibdo se ha arruinado, todo es demasiado tarde. Olvidan que la vida está ahí, incluso ahí, o bien es la vida misma a la que ellas quieren olvidar. Viejos aires de tango a su paso, almohadas empapadas de lágrimas, una voz ronca que conjuga en todos los tiempos el verbo. ¿Qué verbo? Amar demasiado. Un jinete galopa a lo lejos, el viento se abalanza sobre su capa, un guerrillero tosco, lleno de cicatrices de navajazos, cargado de municiones, lanza su grito: ¡Libertad o muerte! O bien es el revolucionario agotado, de anteojos redondos con armazón de acero, reconocido por su misión altruista, el mártir o el mesías -los dos tienen un potencial de seducción indiscutible-, el bandido de gran corazón o bien su doble despiadado. El príncipe azul debe ser un mito inventado por los hombres. No importa qué mujer se lo dirá: ella habría preferido mil veces ser Mata Hari, la Pasionaria o Carmen la gitana, de falda roja levantada hasta sus piernas bronceadas, peonía en su cabello, que la princesa dormida en una cama rosa durante cien años. Y luego he aquí a hombres poderosos de pasado dudoso, todos parecidos, enamorados de rubias inalcanzables, ellos se llaman Jay Gatsby, Caracortada, Adam Worth, aman perdidamente a una Daisy, a una duquesa de Devonshire. Siempre el mismo modelo, desde abajo, ellos trepan, listos para infringir todas las leyes, para trasgredir todos los tabúes, ellos trepan la cuerda superando todos los niveles hacia un ideal que se escabulle -la rubia de la mueca caprichosa, la modelo sin ropa que posa en su calendario-, pero cuando lo alcanzan, si de casualidad lo logran, no lo poseen jamás de verdad. El sueño se escapa entre sus manos, como la arena o la nieve. El paraíso es algo evanescente. Es un espejismo, es como el horizonte que recula. Uno no lo alcanza. El Santo Grial. Ahí donde la muerte no existe. 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