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Luis GARCÍA MONTERO
En Bañuelos todo se vuelve otro y jamás despide el olor a moho de la costumbre poética. No mira lunas fósiles. En su poesía estallan viejas cóleras y sufrimientos de un pasado que presenta facturas todavía sin pagar. En la contradicción de esa no contemporaneidad con el presente que no la resuelve, Bañuelos avizora cargas de porvenir.
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Luis GARCÍA MONTERO
En Bañuelos todo se vuelve otro y jamás despide el olor a moho de la costumbre poética. No mira lunas fósiles. En su poesía estallan viejas cóleras y sufrimientos de un pasado que presenta facturas todavía sin pagar. En la contradicción de esa no contemporaneidad con el presente que no la resuelve, Bañuelos avizora cargas de porvenir.
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(Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1932-Ciudad de México, 2017). Poeta y ensayista. Perteneció al grupo de poetas de La espiga amotinada, obra colectiva de 1960. Su primer libro individual de poesía, Espejo humeante, obtiene en 1968 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, reconocimiento al que se sumarían los premios Chiapas en la Rama de Arte (1984); el Nacional Carlos Pellícer (2001); el Xavier Villaurrutia (2003) y el José Lezama Lima (2005). Como ensayista colaboró con las más importantes revistas y suplementos culturales de México. Coordinó talleres de poesía en la UNAM y otras universidades del interior de la República. Su obra ha sido traducida al checo, polaco, búlgaro, húngaro, noruego, sueco, rumano y alemán. La UNAM ha publicado una antología suya en la colección Material de Lectura y un disco en Voz Viva de México.
[toc] => Prólogo. El porvenir de lo sucedido
Luis García Montero 7
NO CONSTA EN ACTAS
(Tlatelolco 1521 y 1968) 25
LIENZO DE LAS VEJACIONES 43
Epílogos
Mañana hace mucho tiempo
Víctor Manuel Mendiola 53
La poesía de Juan Bañuelos
José María Espinasa 57 [free_reading] => PRÓLOGO EL PORVENIR DE LO SUCEDIDO LUIS GARCÍA MONTERO Los acontecimientos del 2 de octubre de 1968 conmovieron a la sociedad mexicana. La poesía participó de esa conmoción de una manera decidida y abierta. Desde diversas perspectivas, nos dejaron su testimonio autores como Octavio Paz, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos y José Emilio Pacheco. Por su intensidad y por la amplitud de la apuesta, especial valor tuvo la aportación de Juan Bañuelos. En el prólogo a la antología Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968, Marco Antonio Campos escribió al respecto que "sin duda, el desolador poemario No consta en actas, de Juan Bañuelos, es lo mejor de nuestra lírica sobre el 68. Es a la vez una crónica y un documento intensamente humano". Puede decirse que los buenos poetas transcienden con su mirada los acontecimientos, pero quizá sea más preciso matizar que, para acercarse a ellos, necesitan de una mirada amplia, llena de equipaje, y de una alta dimensión cultural. Necesitan comprender lo sucedido dentro de una realidad completa. Un poema sobre la conmoción individual y colectiva supone así una manera de plantearse o replantearse asuntos como el tiempo, la identidad y la lengua. Sometida la existencia a la historia técnica del progreso, el tiempo se definió como un camino lineal hacia el futuro. Fue el paradigma imaginado por la modernidad, el avance sucesivo, que se encarnó en el espíritu de las rupturas y las revoluciones. La fe en el futuro generó sus propias paradojas cuando los que se consideraron dueños del porvenir empezaron a comportarse como comisarios políticos. Llegados ya a la meta de su verdad, más que hablar sobre el mañana, hablaron y actuaron desde el mañana para dominar el presente hasta paralizarlo. De ahí el regreso al duelo y la melancolía. Cuando una conciencia es obligada a vivir de forma trágica el futuro como una fatalidad en el dolor y el presente como una perpetuación de la injusticia, el tiempo lineal de la modernidad entra en quiebra. Se produce una restitución de la memoria, o más exactamente, una confusión entre pasado, presente y futuro en un tiempo único. La condición humana, con sus repeticiones, deja de poseer un camino recto, marcado, y asiste desorientada a los retrocesos, los conflictos y el dolor. Los ecos de la memoria y la mirada sobre los acontecimientos no implican una forma convencida de participar en la historia en marcha, sino una visión descarnada del poder. El tiempo se aleja de la historia para hacerse vida, respiración, emociones. No queda más que un tal vez. Y un avanzar con la mirada pendiente del pasado, como el ángel de la historia de Walter Benjamin. Esta desorientación sobre el tiempo provoca también una quiebra en la identidad personal y en la colectiva. Una identidad fuerte queda rota, y no sólo en la lógica del tiempo propio. El hoy se siente marcado por el ayer y la memoria se llena de ecos de tiempos no vividos, de repeticiones y herencias. Del mismo modo, se rompen las fronteras, ya que la existencia se desplaza a valores universales y a conflictos que aluden al ser humano en general, al sol y a la luna. Pero romper con las identidades cerradas, ¿qué soy yo?, no permite así como así desligarse de la identidad, porque la vida se forma en una historia, en un relato, y los sentimientos no pueden vivir en el puro ámbito de las abstracciones. El ser individual es inseparable del ser colectivo y la memoria universal nace para cada individuo en una Patria. La emoción personal se vincula con una ciudad, con un vecindario o con una historia nacional. La globalización universal, fundamentada por el neoliberalismo en la unificación tecnológica y en la subjetividad posesiva, ha sabido cultivar en las últimas décadas los mundos virtuales y las abstracciones sentimentales para borrar los vínculos solidarios de una colectividad. Con sus inconvenientes y sus valores, los orgullos nacionales suponen una reacción a este neoliberalismo descarnado. En su peor cara, estos orgullos desembocan en el racismo y el odio miedoso ante el otro; en su mejor aspecto, permiten una recuperación del dolor ilustrado por las enfermedades de la sociedad, la necesidad de tomar postura en los quebrantos de la Patria. La conmoción del lenguaje es una consecuencia general, pero adquiere especial significación para un poeta. Una quiebra colectiva supone la desconfianza ante el lenguaje establecido por el poder, su rutina de palabras burocráticas, la retórica de los discursos oficiales que brotan como hojas muertas y de doble filo. La nación oficial vive apartada de la nación real, el poder es una usurpación del territorio que alimenta su propio idioma de mentiras. Denunciar ese poder exige moverse entre los escombros lingüísticos, entre los desechos del lenguaje dominante, para encontrar otro modo distinto de hablar, una palabra nueva. A veces basta con aprender a escuchar a las víctimas que sufren, recuerdan y protestan bajo las declaraciones oficiales y las fórmulas amaestradas de la rutina. Como el tiempo y la identidad, la lengua debe apartarse de la historia escrita para acercarse a la vida. Se trata de decir lo que No consta en actas. Éste es el oficio de la poesía desde que un anciano se sentaba junto a la hoguera de la tribu para contar la historia de la comunidad. Ese oficio de contar se separó de la vida cuando fue sometido a la usurpación de la historia. A las mentiras burocráticas de los totalitarismos y al ejercicio de la censura, se sumó después el concepto neoliberal del tiempo definido como una mercancía de usar y tirar. El olvido, el descrédito del pasado y la vanagloria del instante, significan otro modo de controlar el presente como una perpetua borradura, seres humanos y acontecimientos con fecha de caducidad. Bajo los discursos oficiales que repiten los medios de comunicación, la poesía intenta recuperar una alianza verbal con la vida. Eso significa volver a nombrar, conservar en la palabra los acontecimientos condenados al olvido, superar el tiempo del instante con la voluntad de relato. Pero significa también hacer de la poesía una forma de resistencia y del poeta un superviviente, un ser heroico y modesto al mismo tiempo. Lo afirma Juan Bañuelos: Yo el residuo, el superviviente, hablo: los comienzos de los caminos están llenos de gente. No consta en actas está dedicado a Octavio Paz. No es mala decisión, pues, recordar las consideraciones de Octavio Paz en su libro Posdata sobre los acontecimientos de octubre de 1968. Me parece un buen modo de situar el marco histórico y crítico en el que Juan Bañuelos fundó la escritura de su poema. Para el autor de El laberinto de la soledad, la necesidad de abordar la significación del movimiento estudiantil de 1968 y su represión sangrienta tenía que ver con un estado de ánimo de la cultura occidental muy matizado por la historia particular de México. En cada lugar, París, Praga, California, un mismo viento movía sus propias razones. La protesta juvenil nacía del deseo de oponer "la realidad espontánea del ahora" frente "al fantasma implacable del futuro". El proyecto de la modernidad había generado muchas precariedades, invitando así a un regreso a los valores de la vida frente a los avances deshumanizados de la sociedad capitalista y la superstición tecnológica. El México que se había preparado para celebrar las Olimpiadas era una nación moderna, con transformaciones económicas evidentes, aunque no comparables con las de sus vecinos estadounidenses. El desarrollo industrial permitía que los jóvenes estuviesen interesados en toda su amplitud por la palabra placer, "una palabra no menos explosiva y no menos hermosa que la palabra justicia". Un tejido social renovador para la vida entraba en conflicto con la parálisis de una historia inmovilizada. Se ponían en evidencia las quiebras de la democracia, llegándose a una situación límite allí donde dominaban burocracias dictatoriales: La experiencia de Rusia y México -escribe Octavio Paz- son concluyentes: sin democracia, el desarrollo económico carece de sentido, aunque éste haya sido gigantesco en el primer país y muchísimo más modesto pero proporcionalmente no menos apreciable en el segundo. Toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. México y Moscú están llenos de gente con mordaza y de monumentos a la Revolución. Desbordando el monólogo y el monumento, los estudiantes se convirtieron en el síntoma de la realidad nacional. Afirma Paz: "Subrayo: no los voceros de esta o aquella clase, sino de la conciencia general". El viento nuevo suponía cambio de vocabulario, una discusión entre padres e hijos, entre las viejas luchas de clases y la nueva realidad. Pero el enfrentamiento más evidente se daba con la burocracia gubernamental: "La sordera del PRI aumenta en proporción directa al aumento del clamor popular". Esta crisis afectaba al Senado, a la Cámara de Diputados, al poder judicial, a los medios de comunicación y al gangrenado lenguaje oficial. Octavio Paz consideraba que la restauración sucesiva de un poder sangriento, que pasó de la dominación azteca al aparato colonial español y de ese poder al caudillismo del PRI, desembocó en la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Los supervivientes son herederos de un tiempo de sacrificios en los que la sangre y la barbarie del poder borraron la posibilidad de comprensión del otro y de la cercanía del Estado a la vida. El autor de Posdata esbozó así un lamento de especial significación para un lector español: Tlatelolco es una de las raíces de México: allí los misioneros enseñaron a la nobleza indígena las letras clásicas y las españolas, la retórica, la filosofía y la teología; allí Sahagún fundó el estudio de la historia prehispánica... La corona y la Iglesia interrumpieron brutalmente esos experimentos y todavía mexicanos y españoles pagamos las consecuencias de esta fatal interrupción: España nos aisló de nuestro pasado indio y así ella misma se aisló de nosotros. El lector mexicano que vivió con cercanía los acontecimientos del 2 de octubre de 1968 podrá identificar la exactitud de esta otra consideración de Paz: "Tlatelolco es la contrapartida, en términos de sangre y de sacrificio, de la petrificación del PRI". Aquí se sitúa la quiebra del tiempo, la identidad y la lengua que condensó Juan Bañuelos para contarnos lo que No consta en actas. Su poema adelantó de manera intensa y fieramente humana el estado de ánimo que en 1970 ordenaría la meditación de Octavio Paz y en 1971 la crónica periodística La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska. Publicado a finales de 1968, en el suplemento de la revista Siempre!, el poema nació como un precipitado y permanente testimonio de la tragedia vivida. El mundo poético de Juan Bañuelos había conformado su mirada para recoger este canto. El tiempo de sus versos traza un círculo en el que tienden a juntarse los dolores antiguos con las injusticias modernas, la infancia en el sur, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, con la memoria de una fuerza vital capaz de enfrentarse a los atropellos del presente y la experiencia de la naturaleza con la lealtad a la dignidad de la condición humana, ese grado de conciencia sentimental en el que todo es reciente y antiguo: Yo nací en el sur donde el mundo es reciente y el dolor antiguo. 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