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Profesor de Historia (Universidad de Buenos Aires), maestro en Estudios de Medio Oriente (El Colegio de México), doctor en Estudios Latinoamericanos (UNAM). En la UNAM ha sido editor de la revista Cuadernos Americanos (1997-2004), profesor en la FCPyS (1994-2000), en la FFyL (desde 1997) y en el Posgrado en Estudios Latinoamericanos (desde 2007), e investigador del CIALC. Ha coordinado varios libros, escrito numerosos artículos periodísticos y académicos, dictado conferencias y participado en congresos con ponencias sobre estudios clásicos, historia y cultura del Islam, relaciones entre el Islam y América Latina, eurocentrismo e historia.
[free_reading] => La indudable unidad histórica que en los últimos cinco mil años ha caracterizado las regiones entre el Oxo y el Nilo, más la franja norteafricana —regiones que por comodidad llamaremos Medio Oriente— trasunta una unidad histórica esencial. Para explicarla se han utilizado como variables la "raza" o la religión: el primer término ya está muy desprestigiado entre los estudiosos, sólo alguien muy desinformado puede seguir hablando hoy de raza semita, como hacían los estudiosos decimonónicos. Del otro lado, si existen rasgos que se repiten en las religiones locales más bien tiendo a verlos, y así lo han hecho numerosos observadores en el pasado, como rasgos dependientes de ciertas constantes en su historia ligadas a su posición geográfica. Son éstas las que se revisan a continuación. I. La agricultura y sus deficiencias Una primera observación se refiere a la distribución sumamente irregular de los suelos irrigados. Éstos son los grandes bolsones egipcio e iraquí y áreas menores en Marruecos, Yemen, Líbano, la costa del Caspio, incluso el interior de Arabia, del Sahara, de la estepa; son territorios surcados por caudalosos ríos o donde brotan manantiales del suelo. En ellos se concentra mucha población y desde la antigüedad eran considerados por los vecinos de enorme población, riqueza, refinamiento y sabiduría; recuérdense los clichés bíblicos y clásicos: "las ollas de Egipto", "la tierra que mana leche y miel", "el don del Nilo", Babilonia la refinada y decadente, la "Arabia Feliz". Pero fuera de estas regiones predominan zonas de poca irrigación; algunas son sumamente desoladas: el Rub al-Jali en Arabia, el Tanezruft sahariano; sobre ellos hay descripciones de viajeros arriesgados que nos transmiten la suma penuria de una travesía inclemente y peligrosa; no hay asentamientos humanos, en el suelo yacen osamentas. Otras zonas son más habitables, con alguna vegetación, aldeas y ganadería, hasta cultivo de cereales, pero en general la vida ahí es sumamente dura, donde el territorio más poblado lo constituyen los oasis, valles o franjas angostas atrapadas entre los desiertos y el mar. Falta de irrigación que provoca esterilidad en una tierra que podría ser más rendidora: en ocasión de lluvias el desierto florece rápida y fugazmente; las técnicas modernas de extracción de agua subterránea han creado zonas agrícolas en Arabia o el Magreb y sobretodo en Israel. La situación parece haber sido distinta en el pasado. La arqueología y los testimonios históricos permiten ver cómo en época faraónica, romana o califal los cultivos se extendían mucho más que en el siglo XVIII, y la densidad de población era muy superior; lo muestran en los desiertos los llamados _wadis_, que son la huella dejada por el curso de grandes ríos permanentes, que hoy sólo se llenan en temporada de lluvias, así como ejemplares de fauna residual en el Sahara, o sea restos de lo que en una época fue una población animal abundante, como grandes serpientes, hipopótamos y cocodrilos, y elefantes hasta el dominio romano. También la fotografía aérea deja ver antiguos campos cultivados y las excavaciones, las ruinas de ciudades hoy sepultadas en el desierto, obras hidráulicas abandonadas; hay noticia de grupos humanos que vivieron de la agricultura hasta la época histórica y hoy han debido dejarla. La costa atlántica entre Marruecos y Senegal estaba surcada por ríos permanentes y contaba con aldeas numerosas hasta siglos medievales. La interpretación de esta retirada agrícola es debatida y sujeta a deformaciones ideológicas: se ha repetido que la barbarie islámica, la desidia árabe o las condiciones de inseguridad de ciertos periodos arruinaron las obras de riego de construcción faraónica y romana. Admitamos que en algunos momentos han predominado gobiernos preocupados por construir y mantener presas y canales, y por defender la región de ataques extranjeros, originando la expansión de la frontera agrícola; y que por el contrario, ha habido gobiernos ineptos o corruptos que han causado el abandono de las obras de riego, las incursiones enemigas y la decadencia del campesinado. Pero hoy, que experimentamos los efectos del cambio climático, vemos otros factores de desecamiento además de la acción humana directa, y de todos modos es muy difícil determinar el nivel de precipitaciones de épocas pasadas: los documentos dicen poco, suelen ser imprecisos, la idealización literaria de zonas de vergel es sólo eso; las deducciones de la arqueología a veces son dudosas: por ejemplo, se habla de abundancia de ciudades en el pasado con base en los restos arqueológicos, pero éstos no siempre son coetáneos. Es decir, ha habido fluctuaciones climáticas, pero la tendencia secular y sus ritmos demográficos han dado en una creciente pobreza de agua y la precariedad agrícola ha sido un rasgo más o menos permanente en la historia de los últimos milenios. Para superarla, el campesinado ha llevado a cabo un trabajo tenaz y ha desarrollado desde la antigüedad técnicas agrícolas refinadas. En Egipto y Mesopotamia, la obtención de suelo cultivable requirió de siglos de trabajo organizado continuo, cuyo abandono produce en una generación la ruina agrícola. En África del norte, Iraq e Irán la técnica de los qanat (o foggara) permite aprovechar depósitos de agua creando ríos subterráneos. En Yemen, el paisaje es de montañas cubiertas hasta la cima de andenes para aprovechar las lluvias traídas por los monzones. En el Sinaí hay pequeños huertos, en los oasis de Arabia se trabaja en condiciones muy duras, hasta el siglo XX por medio de esclavos negros que acarreaban tierra fértil con costales. En las montañas sirias, especialización arborícola, pequeñas artesanías y comercio, una paciente labor de azada, técnica cuya eficacia impide en muchas zonas que la mecanización del campo sea hoy una empresa económicamente rentable. Todo ello requiere de un trabajo constante, vida frugal, y aun así impera la precariedad, por momentos se hace necesaria la emigración. Realizaciones de mayor alcance requieren una organización compleja del trabajo comunitario, desde las obras atribuidas alternativamente al "despotismo oriental" o a formas antiguas de socialismo hasta las que llevaron a cabo en tiempos recientes las potencias coloniales, el régimen soviético o gobiernos independientes en el valle del Éufrates, en el Sahara, en Arabia Saudita, hasta el Asia Central; hablo de presas, canalizaciones, perforación de pozos, introducción de nuevos nuevos cultivos, hasta la Revolución Verde que tantas esperanzas suscitó. De todos modos, la frontera agrícola no es una región tan extensa como fue en China, en la Europa medieval o en América. No existen las grandes llanuras surcadas por ríos que han permitido hablar en este "Occidente” de una historia caracterizada por el avance continuo del hombre sobre una frontera natural y humana, avance que ha permitido niveles muy altos en el consumo de combustibles, proteínas y energía animal para el transporte. Esta abundancia se mostraría en el desperdicio de leña y en la muy elevada ingestión de carne de la población europea: su nobleza premoderna fue tradicionalmente carnívora, hábito que luego se fue transmitiendo a las otras clases en los últimos siglos; así también el conjunto de la población americana posterior a la conquista. En el Medio Oriente, por el contrario, montañas, desiertos, el mar o imperios extranjeros fueron una valla para el avance indefinido y pronto la población aumentaba en forma desmedida. Una respuesta fueron los métodos de control de población, que el Islam no prohíbe en forma absoluta. En el último ciclo de la expansión agrícola, durante los siglos XIX y XX, el campo ha expulsado habitantes y originado oleadas de emigración: Siria y Líbano han enviado su población sobrante a América del norte y del sur, a Australia y a las costas africanas; Yemen originó una fuerte diáspora en todas las regiones del Índico y, en nuestro siglo, a los Estados petroleros y a América del norte. Más recientemente, Egipto, Irán e Iraq han comenzado a ser países de emigración. La fuga hacia la ciudad es otro medio y hoy las ciudades perdidas, hechas de cemento y bloques, expanden un panorama urbano que se parece al de los suburbios latinoamericanos. No aparecen árboles. Sería Sana'a, la capital de Yemen, la primera urbe en el mundo que podría en nuestros días colapsar por falta de agua. Necesidades y respuestas significan una fuerte exigencia sobre los suelos. La precariedad de los mismos y la antigüedad del poblamiento han producido un deterioro ecológico que se ha acrecentado en los últimos siglos. El campesino mediooriental ha sido famoso por su condición sometida y miserable; la palabra árabe que lo designa, _fellah_, ha pasado al léxico político y sociológico como término para población agrícola explotada al máximo. Sin la capacidad de presión de la plebe urbana, despreciado por su ignorancia, ha tenido poco prestigio y mención en la literatura. En la Biblia el hermano malo es Caín, el agricultor. Además de presionar sobre el hombre, la escasez presiona sobre fauna y flora; pocas especies animales todavía sobrevivientes resultan víctimas, pero el proceso no es sólo de ahora. Ya en época babilónica desaparecieron de Siria los elefantes, que también dejaron de verse en África del norte desde la época romana; el león sirio, anatolio y persa, ciervos, panteras y pájaros que nos son conocidos por relatos históricos o artes visuales a veces recientes, ya no se encuentran. El famoso cedro del Líbano sólo figura en algunos sitios protegidos y en la bandera nacional libanesa. El desierto de Arabia, reserva de muchas especies hasta la riqueza petrolera y la consiguiente abundancia de armas de fuego y automotores, conoció desde entonces grandes hecatombes de animales salvajes. Algunos, como la pantera del sur de Arabia hoy apenas se asoman en algunas zonas y empiezan a ser protegidos. El avance constante sobre los recursos precarios ha llevado a una cultura tradicional de la escasez. Los animales son esmirriados: caballos, burros, gallinas, hasta los los gatos, impresionaron siempre a observadores por su corto tamaño, aunque también por su resistencia y robustez. Testimonios de europeos apuntan al magro consumo: un vaso de agua clara podía ser un regalo; un poco de leche agria entre los turcos nómadas era el alimento de todo un día; los europeos son enormes comedores, era la impresión local que transmitió el viajero francés Chardin; también se recuerda aquí el espanto de un yemení al ver las cantidades devoradas por los miembros de la expedición danesa de un Carsten Niebuhr en el siglo XVIII. El resultado podía ser un régimen sano, con extremos de longevidad en ciertas partes pero también de subalimentación en otras. Hay relatos de escasez en la novelística contemporánea, por ejemplo _El hijo del pobre_ (1950) del argelino Mouloud Feraoun, autobiografía que describe la irresistible atracción que en su niñez ejercía sobre él y un amigo la comida servida a unos obreros: una sopa con papas. El tunecino Ibn Jaldún (1332-1406) llegó a postular en sus _Prolegómenos a la historia universal_, una suerte de monumental tratado sobre el hombre en sociedad, la posibilidad de vivir sin alimentarse. Además de la comida, la madera y el combustible solían escasear antes de la era de los fósiles: los grandes bosques desaparecieron hace mucho, ya se habló de los cedros del Líbano, algo así sucedió con áreas antes boscosas de Marruecos. Los carpinteros usan hábilmente cualquier retazo útil de madera; la arquitectura trata de evitarla; los nómadas del Sinaí fabricaban carbón con las acacias del desierto, y llevaban este producto a Egipto, donde surtían las cocinas. La norma general para la gente pobre era comer en locales públicos, o comprar ahí su comida ya elaborada: sólo los ricos se permitían guisar en sus casas. El consumo de carne es escaso y restringido: de oveja y carnero, y a menudo a los viajeros sorprende su dureza, por lo que abunda la carne molida, todavía hoy típica de platillos árabes o turcos. Sólo algunos grupos de origen nómada tienen una cultura de la carne: descendientes de nómadas de Asia Central, grupos de beduinos de Arabia. Ahora que en las sociedades modernas el consumo de carne está aumentando se han notado desequilibrios en la agricultura, como ocurre por doquier. Las condiciones precarias de vida han originado multitud de respuestas a través de los siglos: recursos para la captación de la poca agua y aire fresco, visible en los sistemas arquitectónicos, en la urbanística y en mecanismos como grandes torres que aprisionan el aire fresco de la noche y lo devuelven durante el día; vida frugal, que insiste en la meditación, como los ascetas que en el desierto se alimentaban de langostas y miel silvestre; solidaridad que adquiere su forma típica en la hospitalidad beduina; extremada especialización, que se ve en las aldeas, familias y gremios dedicados a una sola artesanía o actividad. La forma más notable de esta especialización ha sido el nomadismo. 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