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El autor observa y analiza la vida intensa, rica y compleja del Estado y va identificando los elementos que contribuyen a formar su esencia, considerando como elementos previos o anteriores al Estado: el elemento humano y el elemento territorial, y como elementos constitutivos: el fin del Estado y la autoridad o poder público. De estos elementos obtiene una definición del
Estado que le permite atribuir a éste tres caracteres fundamentales: la personalidad moral, la soberanía y la sumisión al derecho. [short_description] => En la presente obra Jean Dabin emprende una profunda reflexión de los principios y de los valores del Estado y de la política. En ese reexamen de los valores, para Dabin es irrelevante que los grandes valores y principios sean nuevos o viejos, lo importante es que sean verdaderos.
El autor observa y analiza la vida intensa, rica y compleja del Estado y va identificando los elementos que contribuyen a formar su esencia, considerando como elementos previos o anteriores al Estado: el elemento humano y el elemento territorial, y como elementos constitutivos: el fin del Estado y la autoridad o poder público. De estos elementos obtiene una definición del
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(1889-1971). Doctor en derecho por la Universidad de Lieja; doctor honoris causa de las universidades de París, Estrasburgo, Burdeos, Nancy, Mont Pellier, Dijon y Lyon, Aix-Marseille, Leiden, Ultrecht, Nimega y Friburgo (Suiza), entre otras. Profesor en la Universidad de Lovaina; miembro de la Academia Real de Bélgica y de la Unión Internacional de Estudios Sociales (Malinas); miembro honorario del Instituto Argentino de Filosofía del Derecho; miembro honorario de la Sociedad Italiana de Filosofía del Derecho; gran oficial de la Orden de Leopoldo; comendador de la Orden de San Silvestre; caballero de la Legión de Honor.
Entre sus obras más relevantes se encuentran: La teoría de la causa; La filosofía del orden jurídico positivo; La técnica de la elaboración del derecho positivo; Teoría general del derecho; El derecho subjetivo, y El Estado y la política.González Uribe, Héctor (traductor)
Toral Moreno, Jesús (traductor)
[toc] => PARTE GENERAL
CAPÍTULO ÚNICO
VISIÓN SINTÉTICA DEL ESTADO
1. El elemento humano
2. El elemento territorial
1. El fin del Estado: el bien público temporal
2. La autoridad o poder público
3. El problema filosófico del origen del Estado
1. El Estado, persona moral
2. La soberanía del Estado
3. La sumisión del Estado al derecho
PARTE ESPECIAL
CUESTIÓN PRELIMINAR: EL PROBLEMA DE LAS CONSTITUCIONES RÍGIDAS
CAPÍTULO PRIMERO
LA ORGANIZACIÓN DE LA AUTORIDAD EN EL ESTADO
1. De la determinación del régimen de gobierno
2. Las formas de gobierno
3. El sufragio popular en el régimen democrático
1. Las diversas funciones del poder
2. El problema llamado de la "separación de poderes"
1. El principio de la descentralización y sus aplicaciones con base territorial
2. Los otros tipos de descentralización: nacionalitaria (de base nacional) y basada en los intereses
CAPÍTULO SEGUNDO
EN EL INTERIOR: EL ESTADO, EL INDIVIDUO Y LOS GRUPOS
1. Valor del individuo y derecho individual
2. Misión del Estado respecto del derecho individual
1. El Estado y la familia
2. El Estado y las asociaciones
1. Derechos y deberes de los ciudadanos para con el Estado
2. De la interpretación del principio de la justicia distributiva o igualdad civil
3. El problema de la asistencia pública
CAPÍTULO TERCERO
EL ESTADO EN EL PLANO INTERNACIONAL
1. El principio fundamental del orden internacional público
2. Derecho subjetivo de los Estados y sociedad de Estados [free_reading] => Jean Dabin nace en Lieja el 9 de julio de 1889 y fallece en Lovaina en 1971. En 1911 obtiene el doctorado en derecho por la Universidad de Lieja y en 1920 el doctorado especial en derecho civil por la misma Universidad. En 1922 es profesor de la Universidad de Lovaina; en 1947 miembro de la Academia Real de Bélgica. Doctor honoris causa de las universidades de París, Estrasburgo, Burdeos, Nancy, Mont Pellier, Dijon y Lyon, Aix-Marseille, Leiden, Utrecht, Nimega y Friburgo (Suiza), entre otras. Miembro de la Unión Internacional de Estudios Sociales (Malinas), miembro honorario del Instituto Argentino de Filosofía del Derecho, miembro honorario de la Sociedad Italiana de Filosofía del Derecho, gran oficial de la Orden de Leopoldo, comendador de la Orden de San Silvestre, caballero de la Legión de Honor. Formado en la escuela de los grandes clásicos, Jean Dabin ama el buen sentido de las ideas que se expresan claramente. En su fecunda vida se publicaron de él más de 100 artículos y libros, entre ellos se incluyen traducciones a varios idiomas, como la traducción japonesa de su Teoría general del derecho. De su extensa bibliografía se pueden citar las siguientes relevantes obras, que tuvieron resonancia mundial: La teoría de la causa (1919); La filosofía del orden jurídico positivo (1929); La técnica de la elaboración del derecho positivo (1935); Doctrina general del Estado (1939); Teoría general del derecho (1944); El derecho subjetivo (1952); El Estado y la política (1957). En 1963, con motivo de su jubilación como profesor de la Universidad de Lovaina, se publica en Francia una monumental obra en dos tomos en homenaje al jurista belga, fruto de la colaboración de cincuenta eminentes juristas de tres continentes, entre los que cabe destacar los nombres de Hans Kelsen, Georges Burdeau, Giorgio del Vecchio, Joseph L. Kunz, Paul Roubier, Miguel Reale, N. Hazard, E. Wolf, Georges Renard, entre otros muchos. Como ha escrito uno de los discípulos del profesor Dabin: "En el pleno sentido del término se puede decir que cada una de sus obras lleva la marca de una obra maestra". Su Doctrina general del Estado es la confirmación contundente de esta aserción. Tal es el título que Jean Dabin le da a la obra que nos ocupa, lo mismo que Alessandro Groppali, y no el de teoría general del Estado, como le denominan a la disciplina otros clásicos, como Jellinek, Kelsen o Heller, aunque este último la llama simplemente teoría del Estado. En una cierta acepción la palabra teoría se contrapone a doctrina, aun cuando muchas veces se les emplea como sinónimas. Así, hablando con rigor, teoría es siempre una consideración objetiva, imparcial de los hechos y de las verdades, en cambio doctrina implica ya una toma de posición frente a esos hechos y verdades, una decisión de la voluntad basada en la aceptación de ciertas categorías axiológicas. Tanto en la teoría como en la doctrina hay juicios existenciales y juicios de valor, pero en la segunda esos juicios deontológicos dan su matiz definitivo a los hechos y verdades que se exponen. En el fondo podría decirse que la teoría prepara y sirve de fundamento a la doctrina aun cuando no desemboque necesariamente en ella. Para Jellinek, en cambio, el fundamento de todo conocimiento teórico del Estado lo forma una doctrina general del mismo, y cualquiera investigación que no descanse en este fundamento general habrá de llegar a resultados incompletos o inexactos. Creemos que la expresión doctrina la utiliza Dabin en el primer sentido mencionado, pues en el propio prólogo de su trabajo señala que "se trata aquí de doctrina y, por consiguiente, de principios", y puntualiza que si bien "los principios, en materia política, deben forzosamente permanecer en contacto con la tierra, se remontan, al mismo tiempo, lo suficientemente alto para que pueda considerárseles en sí mismos, separados de ciertas modalidades de actualización". De aquí que subtitule su obra como Elementos de filosofía política. A partir de esa premisa, Dabin emprende una profunda reflexión de los principios y de los valores del Estado y de la política, que no excluye los datos que aporta la ciencia política. En ese reexamen de los valores, para Dabin es irrelevante que los grandes valores y principios sean nuevos o viejos, lo importante es que sean verdaderos. Más allá de la posible distinción o sinonimia entre doctrina y teoría del Estado, ambas, como se pone de manifiesto en la obra de Dabin, tienen como objeto de su estudio el Estado propiamente dicho, o sea la entidad que existe bajo ese nombre, independientemente de la ideología en que se inspire, y, como lo precisa Herman Heller, "tal como se ha formado en el círculo cultural de Occidente a partir del Renacimiento". Podríamos añadir en este primer acercamiento a la Doctrina general del Estado de Jean Dabin, que es un verdadero tratado, amplio y profundo acerca del Estado, con un enfoque predominantemente filosófico y jurídico, que se inscribe en la tradición histórica del jusnaturalismo, pero en el que se toman en cuenta también -con hábil criterio seleccionador-los datos históricos y sociológicos. En su obra, Jean Dabin pone de manifiesto cómo la filosofía neoescolástica constituye un sistema organizado y coherente de pensamiento, pero a la vez singularmente abierto al diálogo con otras filosofías, y de ese modo muy en la esfera de las preocupaciones contemporáneas. De ahí que haya ejercido una gran influencia entre los cultivadores mexicanos de la teoría del Estado, en la misma línea del pensamiento neoescolástico, como Héctor González Uribe, Agustín Basave Fernández del Valle, Francisco Porrúa Pérez, entre otros. El primero de ellos, el doctor Héctor González Uribe, con la colaboración del distinguido jurista Jesús Toral Moreno, fue quien tradujo por primera vez al castellano la Doctrina general del Estado de Jean Dabin, cuyas dos primeras y únicas ediciones hasta ahora, en 1946 y 1955, respectivamente, fueron publicadas bajo el sello de la benemérita Editorial Jus. Y justo es recordar también que el propio González Uribe (1918-1988) escribió un excelente libro sobre teoría del Estado -al que denominó Teoría política-, que es editado por Porrúa desde 1972, y que -como señala el maestro Héctor Fix-Zamudio- es "un libro pionero en el que expone sistemática y metódicamente la materia". Texto que, en opinión de otra insigne cultivadora de la materia, la doctora Aurora Arnaiz Amigo, "merece ser elevado a la consideración de un clásico a la altura de un Jellinek, de un Carré de Malberg, Maritain, Dabin, tanto por la hondura de su pensamiento como por el rigor de su exposición científica" . Al atisbar -no otra cosa intentaremos, sino atisbar- en el pensamiento político de Jean Dabin, se manifiesta inmediatamente que está centrado en la persona humana. Para él, la concepción del Estado es inseparable de la concepción del hombre. El conocimiento del Estado debe estar sustentado en el conocimiento del hombre, de otra manera no podría ser un conocimiento verdadero. Por ello, la primera afirmación con la que inicia su obra, que después recibirá un desarrollo amplio y sistemático, es adelantar una definición "de primera intención" del Estado, desde un punto de vista formal, como la "agrupación política por excelencia", y a continuación añade otro dato: "suprema". Es decir, la agrupación política suprema. Pero, agrupación ¿de qué? De hombres, o sea, de seres racionales y libres que poseen una eminente dignidad. Para Dabin, el Estado es, ante todo, una agrupación de hombres, o sea, de seres racionales y libres, dotados de un destino individual propio que trasciende al de cualquier colectividad. O, como lo diría Maritain, el hombre vive en el Estado pero trasciende el Estado por el misterio inviolable de su libertad y por su vocación de bienes absolutos. Esta afirmación, que parece tan sencilla y obvia, es de capital importancia para la teoría política, y se logró como un triunfo del Cristianismo sobre la concepción de la antigüedad pagana, que veía en la comunidad política un fin supremo. Por ello, nuestro autor insiste en subrayar que toda doctrina negadora de la personalidad humana tiene su repercusión necesaria en el campo del Estado, ya sea que se quiera poner la organización estatal al servicio de la masa hipostasiada, llámesele humanidad, pueblo, nación, clase -como lo fueron los Estados totalitarios fascista, nacionalsocialista y comunista del siglo XX- o que el Estado mismo se erija en fin supremo de su propia actividad y de la de sus miembros, que es la concepción de la antigüedad clásica, magistralmente estudiada por Fustel de Coulanges en La ciudad antigua. Con el rigor metodológico que caracteriza toda su obra, el antiguo profesor de la Universidad de Lovaina observa y analiza la vida intensa, rica y compleja del Estado y va identificando los elementos que contribuyen a formar su esencia -no todos en la misma forma y en la misma proporción- y considera como elementos previos o anteriores al Estado, el elemento humano -la población- y el elemento territorial; y como elementos constitutivos, el fin del Estado -el bien público temporal-, y la autoridad o poder público. De estos elementos obtiene una definición del Estado que le permite atribuir a éste tres caracteres fundamentales: la personalidad moral, la soberanía y la sumisión al derecho. Del estudio de los elementos del Estado -previos y constitutivos-se desprende que éste es, como lo precisa el tratadista belga, una sociedad jerarquizada al servicio del bien público temporal. Y de esta definición se derivan también, de una manera inmediata y necesaria, como se ha indicado en el párrafo precedente, los tres caracteres esenciales de una sociedad de tal naturaleza, que están estrechamente vinculados entre sí y que no pueden darse el uno sin el otro. El Estado, por su organización y fines, es -tiene que ser- una persona moral, sujeto de derechos y obligaciones. Por la superioridad de sus fines y medios frente a cualquier otra entidad social, el Estado es soberano. Pero como agrupación que está al servicio de un fin superior, en el orden valorativo, el Estado está sometido al derecho. La norma racional y objetiva que limita su acción es el bien público temporal; pero esa norma debe ser traducida en disposiciones positivas -Constitución, leyes, reglamentos- para que su observancia sea efectiva. Es de llamar la atención -siguiendo con el análisis de Dabin- que cuando éste se refiere al elemento o aspecto teleológico del Estado, o sea el bien específico de la comunidad política, que la tradición filosófico-política del pensamiento occidental ha llamado el bien común, Dabin lo llama bien público temporal. "El bien común -escribe el jurista belga-será particular o público según que se relacione de manera inmediata con intereses particulares o con el interés público. He aquí por qué, tratándose del Estado, la expresión bien público es preferible a la de bien común, porque indica con precisión que el bien común en juego es el bien común público"; y añade en otra parte de su obra que "el bien público cubre la universalidad de los bienes humanos... nada de lo que interese al hombre le es extraño". Es indudable, por otro lado, que esta concepción del Estado como agrupación humana orientada al bien común, o bien público temporal, tiene como trasfondo el imperecedero texto con el que Aristóteles principia La política: Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política. Para Dabin, el bien público implica la inadmisibilidad de la razón de Estado: "El bien público sanamente comprendido -anota el jurista belga- debe necesariamente conciliarse con el bien de la naturaleza humana, lo que excluye todo argumento de 'razón de Estado' o de bien público opuesto a la ley humana por excelencia, que es la ley moral". Por ello el bien público temporal es un límite objetivo de la soberanía del Estado. No puede decirse, por tanto, que el Estado se autolimite, como si esto proviniera de una decisión de su voluntad. Ya está intrínsecamente limitado, por su propia esencia y por su finalidad. De aquí que no pueda desligarse nunca la soberanía del fin del Estado, porque devendría en un poder omnímodo y arbitrario. Para una sana teoría política que busca los contenidos valorativos de justicia y bien, el binomio soberanía-fin es algo totalmente indisoluble. La una no se da sin el otro. Por tal razón, como lo anota muy bien Jean Dabin," hay límites racionales y objetivos en la soberanía que están contenidos en la regla del bien público temporal y forman el derecho al que el Estado está naturalmente sometido y fuera del cual deja de ser Estado para constituirse en un fenómeno de fuerza incontrolada. Soberanía no significa, pues, voluntarismo puro, sin acatamiento a ninguna regla de fondo o de competencia; en una palabra, arbitrariedad. El bien público temporal, que justifica la soberanía del Estado, determina, por ello mismo, su sentido y su límite. No se incurre, desde luego, en ninguna contradicción lógica al plantear el principio de una soberanía limitada a un determinado orden de relaciones y condicionada por cierta finalidad. Queda, no obstante, viva la interrogación: ¿quién y cómo va a limitar la soberanía del Estado? Las soluciones tendrán que venir, obviamente, de la organización jurídica y social, tanto interna como internacionalmente. Así lo reconoce acertadamente el autor, y divide las posibles soluciones en dos grupos: de orden supranacional y de orden nacional o interno, que desarrolla lúcidamente, y cuyo estudio -nos parece- sería de una gran utilidad en el planteamiento de las cuestiones de globalización, soberanía y órganos supranacionales en la problemática del mundo de nuestros días. Y ya referido a nuestro medio nacional, cabría llamar la atención sobre una condición que parece esencial y que afecta al problema de la soberanía y del bien público temporal, y que tiene que ver con la responsabilidad del Estado de derecho en el ejercicio de su autoridad legítima, y que Dabin expresa en los siguientes términos: " Si la fuerza no es la justificación ni la realidad del poder, que es de esencia espiritual, es por lo menos su auxiliar indispensable". En consecuencia, el gobierno que por debilidad o por principio practicase la teoría de no resistencia al mal, descuidando reaccionar contra las faltas a la disciplina, faltaría a su deber, que es realizar en la práctica el ordenamiento prescrito para el bien público. De esto se infiere que el gobierno está obligado a armarse de tal suerte que, en el grupo, ningún individuo, corporación o partido esté en actitud de contrarrestar su propio poder. Por ello, como dice nuestro autor, "enérgicamente reprimidas desde el principio, las faltas aisladas no corren el riesgo de extenderse por contagio para determinar poco a poco un estado general de anarquía al que la fuerza no podría ya poner remedio en lo sucesivo". No hacer uso oportuno y prudente del ejercicio de la fuerza, cuando lo exige el bien común, es abdicar de la autoridad legítima. Y en otro lugar de la obra que comentamos añade lo siguiente: "Si se permite a los súbditos comenzar por rehusar la obediencia a las medidas que no les placen, toda autoridad queda abolida, la arbitrariedad de los gobernados se substituye a la de los gobernantes y se llega a la anarquía". Debe, pues, desecharse el equívoco de que hacer valer la autoridad es sinónimo de reprimir. El mismo Kelsen ha puesto en evidencia cómo la antinomia entre el derecho y la fuerza sólo es aparente, como lo explica en el siguiente texto: "El derecho es, sin duda alguna, un orden establecido para promover la paz, ya que prohíbe el uso de la fuerza en las relaciones de los miembros de la comunidad. Empero, no excluye de manera absoluta su empleo. El derecho y la fuerza no deben ser entendidos como absolutamente incompatibles entre sí. Aquél es la organización de ésta". Otros de los temas a los que conviene prestar especial atención y que pueden ayudar a iluminar nuestras nuevas e inéditas circunstancias políticas se refieren a los partidos políticos, al sufragio popular y a la condición de los gobernantes. Los partidos, como observa Dabin, que agrupan a los ciudadanos electores según las diversas maneras de concebir y de realizar el bien público, olvidan con frecuencia que existen para la política, en el sentido elevado de la palabra, y no para el partido. El espíritu de partido engendra los prejuicios tenaces, las rivalidades personales y las discusiones estériles, en detrimento del fin lógico de los partidos, que debería identificarse con el fin del Estado mismo, o sea, el bien público. Y, citando a Hauriou," señala que: "No se debe gobernar para el partido; se llega al poder con el partido, pero debe gobernarse para el bien público". En cuanto al voto, le asigna una triple dimensión: es una función, un deber y un derecho. Pero niega -a fuer de auténtico demócrata- que la sola ilustración superior -y de ello tenemos una buena prueba en México- sea garantía de aptitud electoral. "La instrucción superior, afirma Dabin, que no es patrimonio de todo el mundo, no corresponde a un grado superior de aptitud electoral. Más valen el buen sentido, la prudencia y la virtud, que se encuentran en todas las clases de la población y que forman el verdadero criterio, inaplicable por desgracia técnicamente, porque es rebelde a la identificación en cada caso". Podríamos decir -sin hipérbole- que no ha sido infrecuente en nuestra vida pública el caso de personas sencillas con una gran conciencia de sus responsabilidades ciudadanas, y doctores en derecho o en otras disciplinas que son analfabetos políticos. Y previene el jurista de Lieja contra la proclividad de los gobernantes de hacerse pagar muy altos sus servicios a la comunidad. Desde luego, considera que es legítimo que los detentadores del poder público cuenten con el salario merecido. Pero lo que no es legítimo es el abuso que se genera cuando la realización del servicio público está subordinado al pago de altas remuneraciones como compensación del servicio rendido. "Los gobernantes -dice Dabin- hacen entonces negocio con su poder, exactamente como un particular que presta servicio y, en ese caso, muy pronto se sentirán tentados de exagerar sus pretensiones y exigir a sus súbditos más de lo debido" . Podríamos añadir que menos justificables son, desde la perspectiva de la ética política, los ingresos desmesurados que se asignan los representantes populares y los altos funcionarios del gobierno en países con un gran índice de pobreza y de desempleo. Pero el autor aclara -contra la idea muy extendida de que la política por su naturaleza es corruptora- que "si, a veces, la política se torna corruptora, esa no es culpa suya, pues, por su esencia misma, es amiga del progreso y de la humanidad. Los responsables no pueden ser más que los hombres, que degradan la política, la alteran y la prostituyen para fines extraños". Parafraseando a Eduardo Couture podríamos añadir que la política puede ser la más noble de todas las profesiones o el más vil de todos los oficios. En suma, se puede afirmar que para Dabin, la razón profunda del Estado es, pues, en definitiva, el bien común o bien público temporal. El Estado es necesario, en cuanto instrumento necesario de realización de ese bien necesario que es el bien público. Y esta razón es la que explica que después de tantos siglos, muchos Estados se han desplomado, y, sin embargo, el Estado nunca ha muerto, sino que se ha reconstruido siempre bajo distintas formas. No podría zozobrar sino como un retorno de la humanidad a la barbarie. El ilustre maestro de la Universidad de Lovaina elaboró su Doctrina general del Estado en forma sincrónica a "la reforma del Estado" belga de 1938, y en el mismo prólogo de su obra escribió estas palabras que -mutatis mutarsdi- pueden aplicarse a la tan ansiosamente anunciada como diferida "reforma del Estado" mexicano: La reforma del Estado es, seguramente, un problema de gran actualidad, pero, si no nos equivocamos, es ante todo un problema moral, que implica una reforma de las costumbres tanto de los gobernantes como de los gobernados, y sólo secundariamente político, en el sentido de que la reforma debe afectar no tanto las líneas esenciales de la construcción cuanto los detalles de la organización, cuya importancia práctica es a menudo más considerable que la de aquéllas. Hasta aquí algunos rasgos del caudaloso pensamiento político del eminente autor de la Doctrina general del Estado. Constituye un señalado acierto del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México la decisión de publicar esta obra clásica de Jean Dabin, con lo cual refrenda nuestra internacionalmente prestigiada institución su vocación inquebrantable de estar abierta a todas las corrientes del pensamiento jurídico -jus filosófico y jus político- y difundirlas generosamente para ensanchar el progreso de ese campo del conocimiento de inconmensurable trascendencia. Por mi parte, agradezco profundamente que se me haya confiado la honrosísima encomienda de elaborar el prefacio de la obra -sin tener mérito alguno que lo justifique- y que acepté sólo para corresponder a una invitación que, de tan generosa, me fue imposible rehusar. Raúl González Schmal. 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